lunedì 22 agosto 2011

San Juan de Avila - AUDI, FILIA, ET VIDE, etc. Ps. 44, 11 y 12. - Prima parte: cc. 1-40

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JUAN DE ÁVILA
LIBRO ESPIRITUAL
sobre el verso
AUDI, FILIA, ET VIDE, etc.
Ps. 44, 11 y 12.
Que trata de los malos lenguajes del mundo, carne y demonio, y de los remedios contra ellos; de la fe y del propio conocimiento; de la penitencia, de la oración, meditación y pasión de nuestroSeñor Jesucristo, y del amor de los prójimos. Compuesto por el Reverendo Padre Maestro San Juan de Ávila, predicador en el Andalucía.
APROBACIÓN DEL PADRE BARTOLOMÉ DE ISLA
Aunque en todo tiempo se ha de desear con mucha razón la buena doctrina de los libros, mucho más en éste, en que vemos cuánto el demonio se esfuerza o sembrar por sus ministros, por las vías posibles, la suya endemoniada hasta en los libros de romance, con que el pueblo cristiano se ayuda para aprovecharse en la virtud. Y por esta causa me parece se debe estimar en mucho esta obra, del Padre Maestro Juan de Ávila, que se intitula: De los malos lenguajes del mundo, carne y demonio, etc. Que aunque antes de ahora se imprimió debajo de otro título y con el nombre deste mismo autor, en hecho de verdad, ni él lo supo, ni para la tal impresión, si lo supiera, diera su consentimiento, por no haberla entonces acabado de reveer. Ahora se ha presentado ante los Señores del Consejo Real de su Majestad, por cuyo mandado yo la he visto, y me parece muy digna de que se mande imprimir, por ser la materia muy útil, y la doctrina muy católica y segura, y que procede con grande propiedad y espíritu en lo que conviene para instruir a una alma en todo género de virtud y santidad.
En este Colegio de la Compañía de Jesús, de Madrid, hoy jueves 26 de Noviembre 1573 años.
Bartolomé de Isla.

PROLOGO DEL AUTOR
AL CRISTIANO LECTOR
Veintisiete años ha, cristiano lector, que escribí a una religiosa doncella, que muchos años ha que es difunta, un Tratado sobre el verso del Salmo, que comienza: Oye, hija, y ve; y aunque muchos de mis amigos me hablan afirmado muchas veces que, corregido el Tratado y poniéndolo en orden para imprimirse, recibirían provecho los ánimos de los que lo leyesen, no había salido a ello, por parecerme que para quien se quiere aprovechar de leer en romance(vernaculo) hay tantos libros buenos, que éste no les era necesario; y para quien no, también sería éste superfluo, como los otros. Y ayudábame a esto mi enfermedad continua de casi ocho años, que basta por ejercicio; y así se había quedado el Tratado sin imprimirlo, y aun sin acordarme de el, hasta que el año pasado, vencido ya de ruegos de amigos, comenzaba poco a poco a corregirlo y añadir para que se imprimiese, aunque sabía lo mucho que me había de costar de mi salud.
Al cabo de pocos días supe que se había impreso un Tratado sobre este mismo verso, y con titulo de mi nombre, en Alcalá de Henares, en casa de Juan Brocar, año de 1556.Maravílleme de que hubiese quien se atreva a imprimir libro la primera vez sin la corrección del autor, y mucho más de que alguno diese por autor de un libro a quien primero no preguntase si lo es; y procuré con más cuidado entender en lo comenzado para que, impreso este Tratado, el otro se desacreditase. Mas las enfermedades que después acá aún han crecido, y haber añadido algunas cosas, han sido causa para que más presto no se acabase. Ahora que va, recíbelo con caridad, y no tengas el otro por mió ni le des crédito. Y no te digo esto solamente por aquel Tratado, mas también por si otros vieres impresos en mi nombre hasta el día de hoy, porque yo no he puesto en orden cosa alguna para imprimir, sino una declaración de los diez Mandamientos que cantan los niños de la doctrina y este Tratado de ahora.
Y también te aviso que, a las escrituras de mano que con título de mi nombre vienieren a ti, no las tengas por mías si no conocieres mi letra o firma, aunque también en esto hay que mirar, porque algunos han procurado de contrahacerlo.
También me parece avisarte de que, como este libro fue escrito a aquella religiosa doncella que dije, la cual, y las de su calidad, han menester más esforzarlas el corazón con confianza que atemorizarlas con rigor, así va enderezado más a lo primero que a lo segundo. Mas si la disposición de tu ánima pide más rigor de justicia que blandura de misericordia, toma de aquí lo que hallares que te conviene, y deja lo otro para otros que lo habrán menester. t
Y todo el libro, con el autor, va sujeto a la corrección de nuestra Madre la Santa Iglesia Romana.
CAPITULO PRIMERO
En que se trata cuánto nos conviene oír a Dios; y del admirable lenguaje que nuestros Padres primeros tenían en el estado de la inocencia, a el cual perdido por el pecado, sucedieron muchos muy malos.
«Oye, Hija, y ve, e inclina tu oreja, y olvida tu pueblo, y la casa de tu padre, y codiciará el Rey tu hermosura.»
(Ps. 44, 11.)
Estas palabras, devota Esposa de Jesucristo, dice el Santo Profeta y Rey David—o por mejor decir, Dios en él—a la Iglesia cristiana católica, amonestándole lo que debe hacer para que el gran Rey Jesucristo la ame, de lo cual a ella se le siguen todos los bienes. Y porque vuestra ánima es una de las de esta Iglesia—por la gran misericordia de Dios—parecióme declarároslas, Invocando primero el favor del Espíritu Santo, para que rija mi pluma y apareje vuestro corazón, para que ni yo hable mal, ni vos oigáis sin fruto; mas lo uno y lo otro sea a perpetua honra de Dios y a complacimiento y agrado de su santa voluntad.
Lo primero que nos es amonestado en estas palabras es que oigamos; y no sin causa, porque como el principio de la vida espiritual sea la fe, y ésta entre en el ánima, como dice San Pablo (Rom., 10. 17), mediante el oír, razón es que seamos amonestados primero de lo que primero nos conviene hacer. Porque muy poco aprovecha que suene la voz de la verdad divina en lo de fuera, si no hay orejas que la quieran oír en lo de dentro. Ni nos basta que cuando fuimos bautizados nos metiese el sacerdote el dedo en los oídos, diciendo que fuesen abiertos (Ephpheta, que significa Abrete), si los tenemos cerrados a la palabra de Dios, cumpliéndose en nosotros lo que de los ídolos dice el Santo Rey y Profeta David (Ps., 113, 4): Ojos tienen y no ven; orejas tienen y no oyen.
Mas porque algunos hablan tan mal, que oírlos es oír sirenas, que matan a sus oyentes, es bien que veamos a quién tenemos de oír y a quién no. Para lo cual es de notar, que Adán y Eva, cuando fueron criados, un solo lenguaje hablaban, y aquél duró en el mundo hasta que la soberbia de los hombres, que quisieron edificar la torre de la confusión (Babel significa confusión), fue castigada con que, en lugar de un lenguaje con que todos se entendían, sucediese muchedumbre de lenguajes, con los cuales unos a otros no se entendiesen. En lo cual se nos da a entender que nuestros primeros padres, antes que se levantasen contra Él que los crió, quebrantando con atrevida soberbia su mandamiento, un solo lenguaje espiritual hablaban en su ánima, el cual era una perfecta concordia que tenía uno con otro, y cada uno consigo mismo y con Dios; viviendo en el quieto estado de la inocencia, obedeciendo la parte sensitiva, á la racional, y la racional a Dios; y así estaban en paz con Él, y se entendían muy bien a sí mismos, y tenían paz uno con otro. Mas como se levantaron con desobediencia atrevida contra el Señor de los cielos, fueron castigados—y nosotros con ellos—en que en lugar de un lenguaje, y bueno, y con que bien se entendían, sucedan otros muy malos e innumerables, llenos de tal confusión y tinieblas que ni convengan unos hombres con otros, ni uno consigo mismo, y menos con Dios.
Y aunque estos lenguajes no tengan orden en sí, pues son el mismo desorden, mas; para hablar de ellos, reduzcámoslos, al orden y número de tres, que son: lenguaje de mundo, carne y diablo; cuyos oficios, como San Bernardo dice, son: del primero, hablar cosas varias; del segundo, cosas regaladas; del tercero, cosas malas y amargas.
CAPITULO 2
Que no debemos oír el lenguaje del mundo y honra vana; y cuan grande señorío tiene sobre los corazones de los que la siguen; y cuál será el castigo de los tales.
El lenguaje del mundo no le hemos de oír, porque es todo mentiras, y muy perjudiciales para quien las creyere, haciéndole que no siga la verdad que es, sino la mentira que tiene apariencia y se usa. Y con esto engañado él hombre, echa tras sus espaldas a Dios y a su santo agradamiento, y ordena su vida por el ciego norte del complacimiento del mundo, y engéndrasele un corazón deseoso de honra y de ser estimado de hombres; semejante al de los antiguos soberbios romanos, de los cuales dice San Agustín que por amor de la honra mundana deseaban vivir, y por ella no temieron morir. Précianla tanto, que en ninguna manera pueden sufrir ni una liviana palabra que contra ella se diga, ni cosa que sepa ni huela a desprecio ni de muy lejos. Antes hay en esto tantas sutilezas y puntos, que por maravilla hay quien se escape de no tropezar en alguno de ellos, y ofender al sensible mundano, y aun muchas veces sin pensar que le ofende. Mas éstos tan fáciles en el sentir el desprecio, ¡ cuán difíciles y pesados son en lo despreciar y en lo perdonar! Y si alguno lo quisiere hacer, qué tropel de falsos amigos y de parientes se levantarán contra él, y alegarán tales leyes y fueros del mundo, que dé éllos se concluya que es mejor perder la hacienda y salud, casa y mujer e hijos; y aun esto les parece poco; pues dicen que se pierda la vida del cuerpo y del ánima; y todo lo de la tierra y del-cielo; y que el mismo Dios y su Ley sean tenidos en poco y puestos debajo de los pies, porque Ia vanísima honra no se pierda, y sea; estimada sobre todas las; cosas y sobre el mismo Dios.
¡Oh honra vana, condenada por Cristo en la cruz a costa de sus grandes deshonras! ¿Y quién te dio asiento en el templo de Dios, que es el corazón cristiano, con tan grande estima, que a semejanza del Anticristo, quieras tú ser más preciada que el Altísimo Dios? ¿Quién te hizo competidora con Dios, y que le lleves ventaja en algunos corazones, en ser preciada más que Él, renovándole aquella grave injuria que le fue hecha cuando quisieron a Barrabás más que a Él? (Jn., 18, 40.) Grande por cierto es tu tiranía en los corazones de los sujetos a ti, y con gran presteza y facilidad te hacen servicio, por costoso que sea. Pensaba Aarón (Ex., 32, 24) que por pedir él los zarcillos de oro, que traían en las orejas las mujeres e hijos e hijas de aquéllos que le pedían ídolo a él, que, por no ver despojados a los que amaban, se apartarían de la mala demanda del falso dios; y no fue así, porque no bien fueron pedidos cuando fueron dados. Ni se tuvo cuenta, ni se tiene, con lo que han menester casa ni hijos, con tal que haya ídolo de honra, al cual sacrifiquen. Y acaece muchas veces, que algunos de los que te sirven entienden cuan vana cosa y sin tomo (importancia, valor y estima) eres, y cuan perdida cosa es seguirte; y pudiendo librarse de tu grave yugo con sólo romper contigo, es tanta su flaqueza y miseria, que eligen más reventar, y hacer contra la honra de Dios, que descansar y honrar a Dios huyendo de ti.
Serviréis a, dioses ajenos de día y de noche (Jerem., 16, 13), echa Dios por maldición a los que sirven a los falsos dioses; y cúmplese muy bien en los que adoran la honra. Hablando San Juan (12, 43) de una gente principal de Jerusalén, que creyeron en Cristo, mas no osaron publicarse por suyos por respeto de los hombres, dice de ellos con gran vituperio que amaron más la honra de los hombres que la honra de Dios. Lo cual con mucha razón se puede decir de estos amadores de la honra, pues vemos que por no ser despreciados de los hombres desprecian a Dios, cuya Ley se avergüenzan de seguir, por no ser avergonzados de los hombres.
Mas hagan lo que quisieren; honren su honra basta que no puedan más; que fija y firme está la sentencia pronunciada contra ellos por Jesucristo, soberano Juez, que dice (Lc, 9, 26):Quien se avergonzare de Mí y de mis palabras, avergonzarse ha de él el Hijo de la Virgen; cuando viniere en su Majestad y de su Padre y de sus ángeles. Y entonces cantarán todos los ángeles y todos los Santos (Ps., 118, 137): Justo eres, Señor, y justos tus juicios; que si el vil gusano se avergonzó de seguir al Rey de la Majestad, que Tú, Señor, te avergüences, siendo la misma honra y alteza, de que una cosa tan baja y tan mala esté en compañía de los tuyos y tuya. ¡ Oh, con qué ímpetu (Apoc, 18, 21) será entonces echada la honra de Babilonia en los profundos infiernos, en compañía de tormentos del soberbio Lucifer, pues quisieron ser compañeros de él en la culpa de la soberbia! No se burle; nadie, ni tenga por pequeño mal el amor de la honra del mundo, pues el Señor, que escudriña los corazones, dijo a los fariseos (Jn., 5, 44): ¿Cómo podéis creer en Mí, pues que buscáis ser honrados unos de otros, y no buscáis la honra que de sólo Dios viene? Y pues este mal afecto es tan poderoso, que bastó a hacer que no creyesen en Jesucristo, ¿qué mal no podrá?, ¿y quién de él no se santiguará? Por lo cual dijo San Agustín que ninguno sabe qué fuerzas tiene para dañar el amor de la honra vana, sino aquel a quien ella hubiere movido guerra.
CAPITULO 3
De qué remedios nos habernos de aprovechar para desapreciar la honra vana del mundo, y de la grande ■ fuerza que Cristo da para la poder vencer.
Mucha ayuda contra este mal nos debía ser, que la misma lumbre natural lo condene; pues nos enseña que el hombre ha de hacer obras dignas de honra, mas no por la honrar merecerla y no preciarla; y que el corazón grande debe despreciar el ser preciado y el ser despreciado; y que ninguna cosa debe tener por grande, sino la virtud.
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Mas si con todo esto no tuviere el cristiano Corazón para despreciar esta vanidad, alce los ojos a su Señor puesto en cruz, y verle ha tan lleno de deshonras, que si bien se pesaren, pueden competir con la grandeza de los tormentos que recibía. Y no sin causa eligió el Señor muerte con extrema deshonra, sino porque conoció cuan poderoso tirano es el amor de la honra en el corazón de muchos; que no dudan de ponerse a la muerte, y huyen del género de la muerte, si es con deshonra. Y para darnos a entender que no nos ha de espantar lo uno ni lo otro, eligió muerte de cruz, en la cual se juntan graves dolores con excesiva deshonra.
Mirad, pues, si ojos tenéis, a Cristo estimado por el más bajo de los hombres, y aviltado (de vil- menospreciado, afrentado)) con graves deshonras; unas, que la misma muerte de cruz trae consigo, pues era la más infame de todas; y otras con que particularmente ofendieron a nuestro Señor, pues ningún género de gente quedó que no se emplease en le blasfemar, despreciar e injuriar con géneros de deshonras no vistos; y veréis cuan bien cumple lo que predicando habia dicho (Jn., 8): Yo no busco mi honra. Haced vos así. Y si paráredes las orejas de vuestra ánima a oír con atención aquel lastimero pregón que contra la misma inocencia se dio, pregonando a Jesucristo nuestro Señor por malhechor por las calles de Jerusalén, os confundiréis vos cuando viéredes que os honran, o cuando deseéis ser honrada; y diréis con gemido entrañable: ¡ Oh Señor! ¿Vos pregonado por malo, y yo alabada por buena? ¿Qué cosa de mayor dolor? Y no sólo se os quitará la gana de la honra del mundo, mas tendréis gana de ser despreciada, por ser conforme al Señor, seguir al cual, como dice la Escritura (Ecli., 23, 38), esgrande honra. Y entonces diréis con San Pablo (Gal., 6, 14): No plega a Dios que yo me honre, sino en la cruz de Jesucristo nuestro Señor; y desearéis cumplir lo que el mismo Apóstol dice(Hebr., 13, 13): Salgamos, a Cristo fuera de los reales, imitándole en su deshonra.
Y si es poderosa cosa el afecto de la honra vana, muy más poderosa es la medicina del ejemplo y gracia de Cristo, que de tal manera la vencen y desarraigan del corazón, que le hacen sentir que es cosa muy abominable, que viendo un cristiano al Señor de la Majestad bajarse a tales desprecios, se quede el gusano vil hinchado con amor de la honra. Por lo cual el Señor nos convida y esfuerza con su ejemplo, diciendo (Jn., 16, 33): Confiad, que yo vencí el mundo. Como si dijese: Antes que yo acá viniese, cosa recia era tomarse con el mundo engañoso, desechando lo que en él florece, y abrazando lo que él desecha; mas después que contra mí puso todas sus fuerzas, inventando nuevo género de tormentos y deshonras, todo lo cual yo sufrí sin volverles el rostro, ya no solamente pareció flaco, pues encontró con quien pudo más sufrir; mas aun queda vencido para vuestro provecho, pues con mi ejemplo que yo os di, y fortaleza que os gané, lo podréis ligeramente vencer, sobrepujar y hollar.
Mire el cristiano, que pues el mundo despreció al bendito Hijo de Dios, que es eterna Verdad y Bien sumo, no hay por qué nadie en nada le tenga, ni en nada le crea. Antes mirando que fue engañado en no conocer una tan clarísima luz, y en no honrar al que es verdaderísima honra; aquello repruebe el cristiano, que el mundo aprueba; y aquello precie y ame, que el mundo aborrece y desprecia; huyendo con mucho cuidado de ser preciado de aquel que a su Señor despreció; y teniendo por grande señal de ser amado de Cristo, el ser despreciado del mundo, con Él y por Él.
De lo cual resulta, que así como los qué son de este mundo no tienen orejas para escuchar la verdad y doctrina de Dios, antes la desprecian, así el que es del bando de Cristo no las ha de tener para escuchar ni creer las mentiras del mundo. Porque ahora halagué, ahora persiga, ahora prometa, ahora amenace, ahora espante, o parezca blando, en todo se engaña y quiere engañar, y con tales ojos lo debemos mirar; pues es cierto que en tantas mentiras y falsas promesas le hemos tomado, que las medias (las medias: la mitad)) que un hombre dijese, en ninguna cosa nos fiaríamos de él, y a duras penas, aunque dijese verdad, le daríamos crédito. No es bien ni mal verdadero lo que el mundo puede hacer, pues no puede dar ni quitar la gracia de Dios. Ni aun en lo que parece que puede, no puede nada, pues que no puede llegar al cabello de nuestra cabezasin la voluntad del Señor (Lc., 21, 18): y si otra cosa nos quisiere hacer entender, no le creamos. ¿Quién habrá ya que no ose pelear contra un enemigo qué no puede nada?
CAPITULO 4
En qué grado y por qué fin es lícito desear la humana honra; y del grandísimo peligro que hay en los oficios honrosos y de mando.
Para que mejor entendáis lo que se os ha dicho, habéis de saber que una cosa es amar la honra o estimación humana por sí misma y parando en ella, y esto es malo según se ha dicho, y otra cosa es cuando estas cosas se aman por algún buen fin, y esto no es malo.
Claro es que una persona que tiene mando o estado de aprovechar a otros, puede querer aquella honra y estima para tratar su oficio con mayor provecho de los otros; pues que si tienen en poco al que manda, tendrán en poco su mandamiento, aunque sea bueno.
Y no solamente estas personas, mas generalmente todo cristiano debe cumplir lo que estáescrito (Eccli., 41, 15): Ten cuidado de la buena fama. No porque ha de parar en ella, mas porque ha de ser tal un cristiano, que quienquiera que oyere o viere su vida, dé a Dios gloria;como la solemos dar viendo una rosa, o un árbol con fruto y frescura. Esto es lo que manda el santo Evangelio (Mí., 5, 13), que luzca nuestra luz delante de los hombres, de manera que, viendo nuestras buenas obras, den gloria al celestial Padre, del cual procede todo lo bueno.
Y este intento de la honra de Dios y de aprovechar a los prójimos movió a San Pablo (2Cor., 4) a contar de si mismo grandes y secretas mercedes que nuestro Señor le había hecho, sintenerse por quebrantador de la Escritura, que dice (Prov., 27): Alábete la boca ajena, y no la tuya. Porque contaba él estas sus alabanzas tan sin pegársele nada de ellas, como si no las hablara; cumpliendo él mismo lo que había dicho a los de Corinto (1 Cor., 7), que los que tienen mujeres sean como si no las tuviesen, y los que lloran como si no llorasen, con otras cosas semejantes a éstas. En lo cual quiere decir, que aquél provechosamente usa de lo temporal, próspero o adverso, gozoso o triste, que no se le pega el corazón á ello; mas pasa por ello como por cosa vana y que presto se pasa. Y cierto, cuando San Pablo contaba estas cosas de sí, con un corazón las decía, no sólo despreciador de la honra, mas amador del desprecio y deshonra por Jesucristo, cuya cruz él tenía por honra suprema. (Gal, 6, 14.) Y de estos tales corazones bien se puede fiar que reciban honra, o digan ellos cosas que aprovechen para tenerla; porque nunca harán estas cosas sino cuando fuere muy menester; para algún buen fin.
Más así como es cosa de mucha virtud tener la cosa cómo si no la tuviesen, y no pegarse al corazón la honra que de fuera nos dan, así es cosa dificultosa y que muy pocos la alcanzan. Porque, como San Crisóstomo dice: «Andar entre honras y no pegarse al corazón del honrado, es como andar entre hermosas mujeres sin alguna vez mirarlas con ojos no castos.» Y la experiencia nos ha mostrado que las dignidades y lugares de honra muy pocas veces han hecho de malos buenos, y muy muchas de los buenos malos; Porque para sufrir el peso de la honra y ocasiones que vienen con ella, es menester gran fuerza y virtud. Porque, según San Jerónimo dice: «Los montes más altos con mayores vientos son combatidos.» Y cierto es que se requiere mayor virtud para tener mando que para obedecer. Y no sin causa, y gran causa, nuestro soberano Maestro y Señor, que todo lo sabe, huyó de ser elegido por Rey (Jn., 6). Y pues Él no podía peligrar en estado por alto que fuese, claro está que es doctrina para nuestra flaqueza, que debe ella huir de lo peligroso, pues huyó Él, que estaba seguro.
Y si es atrevimiento muy grande, y contra el ejemplo de Cristo, recibir el estado de honra cuando lo ofrecen, ¿Qué será desearlo y qué será procurarlo? Porque para decir cuánto mal es dar dineros por ello, no hay hombre que baste. Cosa es de grandísimo espanto, que pudiendo un hombre andar seguramente por tierra llana, escoja los peligros de andar por la mar; y no con bonanza, sino con tempestades continuas. Porque, según San Gregorio dice: «¿Qué otra cosa es el poderío de la alteza sino tempestad del ánima?» Y tras estos trabajos y peligros que en lugar alto hay, sucede aquélla terrible amenaza dicha por Dios, aunque de pocos oída y sentida, (Sab., 6):Juicio durísimo será hecho en los que tienen mando. ¿Qué será esto, que siendo el juicio ordinario de Dios tal, que los más estirados en la virtud tiemblan y dicen (Sal., 142, 2): No entres en juicio con tu siervo. Señor, hay gente tan atrevida que elija entrar en juicio, no cualquiera, mas estrechísimo y durísimo? Y viendo que un Rey Saúl, a quien fue el reinó ofrecido de parte de Dios, sin que por ello él se ensalzase ni hiciese caso de él, y aun se escondió por no recibirlo, y fue hallado porque Dios lo manifestó (1 Reg., 10), con todo esto maltratóle tan mal la alteza de la dignidad con sus ocasiones, que habiendo precedido elegirlo Dios, y huirlo él, sucedió tan mala vida y mal fin, que debe poner temor y escarmiento a los que entran en estados de honra, aun llamados y por buena puerta, y muy mayor a los que no entran por tal.
Y cierto, es cosa de maravillar que haya gente tan tasada (tasada: escasa) en el servicio de nuestro Señor, que si les dicen que hagan algo, aunque muy bueno, andan mirando y remirando si es cosa que no les obliga a pecado mortal para no la hacer; porque dicen que son flacos, y no quieren meterse en cosas altas y de perfección, sino andar camino llano, como ellos dicen. Y éstos por una parte tan cobardes en buscar la perfecta virtud para sí mismos, que con la gracia del Señor les fuera fácil de alcanzar, por otra parte son tan atrevidos en meterse en señoríos y mandos y honras, que para usar bien de ellos y sin daño propio, es menester perfecta o aprovechada virtud, que se hacen entender que la tienen, y que darán buena cuenta del lugar alto, sin que peligren sus conciencias en lo que muchos han peligrado. Tanto ciega el deseo de la honra y mandos y de intereses humanos, que a los que no osan acometer lo fácil y seguro, hace acometer lo que está lleno de peligros y dificultad. Y los que no fían de Dios que les ayudará en las buenas obras que tocan a sí mismos, se prometen con grande osadía que los traerá Dios de la mano en lo que toca a regir a los otros, pudiendo Dios responder con mucha justicia, que pues ellos se metieron en aquel peligro, ellos se ayuden a valerse en él. Porque de estos tales dice Dios(Oseas, 8, 4): Ellos reinaron, y no por mi parecer: fueron príncipes, y yo no lo supe. Quiere decir: No lo aprobé, ni me pareció bien. Y quien mirare que desechó Dios de su mano al Rey Saúl, habiéndole el mismo Dios metido en el reino, tendrá mucha razón para desengañarse, pues que no hay quien le asegure de que no sea tan flaco como Saúl, sino la soberbia y gana del mando. Y por muy buena entrada que tenga en él, no será mejor que la de Saúl.
Razón tuvo San Agustín en decir que el lugar alto es necesario para regimiento (gobierno, régimen) del pueblo. Aunque cuando se tiene se administre como conviene, mas cuando no se tiene, no es lícito desearlo. Y él decía de sí mismo, que deseaba y procuraba salvarse en el lugar bajo, por no peligrar en el alto. Especialmente se debe esto hacer cuando el tal lugar tiene regimiento (gobierno, régimen) de ánimas; lo cual tiene tanta dificultad para hacerse bien, que se llama «arte de artes». Huir se deben estos peligros en cuánto buenamente fuere posible, imitando el ejemplo ya dicho, que el Señor nos dio, en huir de aceptar el reino, y el que nos han dado muchas personas santas y sabias que los han huido con todo su corazón (El Santo Juan de Ávila rehuyó las mitras de Segovia y Granada). Y para entrar bien en ellos ha de ser o por revelación del Señor, o por obediencia de quien lo puede mandar, o por consejo de persona que entienda, muy bien la obligación del oficio y los peligros de él, y tenga el juicio de Dios delante sus ojos, y muy atrás de ellos todo respeto temporal. Y si estas condiciones no se hallaren, será menester que haya tales conjeturas de que Dios es de ello servido, que sean de tanto peso, que pueda el tal hombre fiarse, de ellas para entrar en tan grave peligro. Y con todo esto aun hay que temer; y conviene velar y suplicar al Señor, que pues guardó la entrada de mal, guarde también la salida, porque no pare en eterna condenación. Porque a muchos de los que han vivido contentos en estos estados, hemos visto morir con deseo de no los haber tenido, y con grandes temores de lo que primero, a su parecer, estaban seguros. Débese mejor parecer la verdad de las cosas temporales, cuanto el hombre más se aleja de ellas, y más se acerca al juicio de Dios, en el cual hay toda verdad.
CAPITULO 5
De cuánto debemos huir los regalos de la carne; y cómo es peligrosísimo enemigo; y de qué medios nos habernos de aprovechar para vencerlo.
La carne habla regalos y deleites; unas veces claramente, y otras debajo de título de necesidad. Y la guerra de esta enemiga, allende (allende: además) de ser muy enojosa, es más peligrosa, porque combate con deleites, que son armas más fuertes que otras. Lo cual parece en que muchos han sido de los deleites vencidos, que no lo fueron por dineros, ni honras, ni recios tormentos. Y no es maravilla, pues es su guerra tan escondida y tan a traición, que es menester mucho aviso para se guardar de ella. ¿Quién creerá que debajo de blandos deleites viene escondida la muerte, y muerte eterna, siendo la muerte lo más amargo que hay, y los deleites el mismo sabor? Copa de oro y ponzoña de dentro, es el falso deleite, con el cual son embriagados los hombres que no miran sino a la apariencia de fuera. Traición es de Joab que abrazando a Amasas lo mató (2 Reg., 20, 9); y de Judas Iscariotes, que con falsa paz entregó a la muerte osu bendito Maestro. (Lc., 22, 47.) Y así es, que en bebiendo del deleite del pecado mortal, muere Cristo en el alma; y Él muerto, el ánima muere; porque la vida de ella viene de Él. Y así dice San Pablo (Rom., 8, 13): Si según la carne viviéredes, moriréis. Y en otra parte (1 Tim., 6, 6): La viuda que en deleites está, viviendo está muerta: viva en la vida del cuerpo, y muerta en la del ánima. Y cuanto la carne es a nos más conjunta, tanto más nos conviene temerla; pues el Señor dice (Mt., 10, 36) que los enemigos del hombre son los de su casa; y ésta no sólo es de casa, mas de dos paredes que tiene nuestra casa, ella es la una.
Y por esta y otras causas que hay, dijo San Agustín que «la pelea de la carne era continua, y la victoria dificultosa»; y quien quisiere salir vencedor, de muchas y muy fuertes armas le conviene ir armado. Porque la preciosa joya de la castidad no se da a todos, mas a los que conmuchos sudores de importunas oraciones y de santos trabajos la alcanzan de nuestro Señor. El cual quiso ser envuelto en sábana limpia de lienzo, que pasa por muchas asperezas para venir a ser blanco; para dar a entender que el varón que desea alcanzar o conservar el bien da la castidad, y aposentar a Cristo en sí como en otro sepulcro, conviene le con mucha costa y trabajos ganar esta limpieza: la cual es tan rica que, por mucho que cueste, siempre se compra barato.
Y así como se piden otros trabajos más ásperos de penitencia y satisfacción al que mucho ha ofendido a nuestro Señor que a quien menos, así, aunque a todos los que en esta carne vivenconvenga temerla, y guardarse de ella, y enfrenarla, y regirla con prudente templanza, mas los que particularmente son de ella guerreados, particulares remedios y trabajos han menester. Por tanto, quien esta necesidad sintiere en sí mismo, debe primeramente tratar con aspereza su carne, con apocarle la comida y el sueño, con dureza de cama, y de cilicios, y otros convenientes medios con que la trabaje. Porque, según San Jerónimo dice: «Con el ayuno se sanan las pestilencias de la carne»; y San Hilarión, que decía a su propia carne: «Yo te domaré y haré que no tires coces, sino que, de hambrienta y trabajada, pienses antes en comer que en retozar.» Y San Jerónimo aconseja a Eustoquio (hija de Santa Paula, discípula de S. Jerónimo), virgen, queaunque ha sido criada con delicados manjares, tenga gran cuenta con la abstinencia y trabajos del cuerpo, afirmándole que sin esta medicina no podrá poseer la castidad. Y si de acueste tratamiento se sigue flaqueza a la carne, o daño a la salud, responde el mismo San Jerónimo en otra parte: «Más vale que duela, el estómago, que no el alma; y mejor es que mandes al cuerpo, que no que le sirvas: y que tiemblen las piernas de flaqueza, que no que vacile la castidad.» Verdad es que en otra parte dice que no sean les ayunos tan excesivos, que debiliten el estómago; y en otra parte reprende a algunos que él conoció haber corrido peligro de perder el juicio por la mucha abstinencia y vigilias.
Para estas cosas no se puede dar una general regla que cuadre a todos; pues unos se hallan bien con unos medios, y otros no; y lo que daña a uno en su salud, a otro no. Y una cosa es ser la guerra tan grande, que pone al hombre a riesgo de perder la castidad, porque entonces a cualquier riesgo conviene poner el cuerpo por quedar con la vida del alma; y otra cosa es pelear con una mediana tentación, de la cual no se teme tanto peligro ni ha menester tanto trabajo para la vencer. Y el tomar en estas cosas el medio que conviene, está a cargo del que fuere guia prudente de la persona tentada; habiendo de parte de entrambos humilde oración al Señor, para que dé en ello su luz. Y pues San Pablo (1 Cor., 9, 27), vaso de elección (3), no se fía de su carne, mas dice que la castiga y la hace servir, ■porque predicando él a otros que sean buenos, no sea él hallado malo cayendo en algún pecado, ¿cómo pensaremos nosotros, que seremos castos sin castigar nuestro cuerpo, pues tenemos menos virtud que él, y mayores causas para temer? Muy mal se guarda la humildad entre honras, y templanza entre abundancia, y castidad entre los regalos: Y si sería digno de escarnio quien quisiese, apagar el fuego que arde en su casa y él mismo le echase leña muy seca, muy más digno de escarnio, es quien por una parte desea la castidad, y por otra hinche de manjares y de regalo su carne, y se da a la ociosidad; porque estas cosas no sólo no apagan el fuego encendido, mas bastan a encenderlo á quien muy apagado lo tuviere. Y pues el Profeta Ezequiel Í16, 49) da testimonio que la causa por que aquélla desventurada ciudad de Sodoma llegó a la cumbre de tan abominable. pecado, fué la hartura y abundancia de pan y ociosidad que tenía, «quién osará vivir en regalos ni ocio, ni aun verlos de lejos, pues los que fueron bastantes a hacer el mayor mal, con más facilidad harán los menores. Ame, pues, la templanza y mal tratamiento de su carne quien es amador de la castidad; porque si lo uno quiere tener sin lo otro, no saldrá con ello, mas antes se quedará sin entrambas cosas. Que a los que Dios juntó, ni los debe el hombre querer apartar (Mt., 19, 6), ni puede aunque quiera.
CAPITULO 6
De dos causas de las tentaciones sensuales; y que medios habernos de usar contra ellas cuando nacen de la impugnación del demonio.
Debemos mucho advertir que el remedió que habernos dicho de afligir la carne suele ser provechoso cuando la tentación nace de la misma carne, como suele acaecer a los mozos y a los que tienen buena salud y regalada su carne; y entonces aprovecha poner el remedio en ella, pues está en ella la raíz de la enfermedad.
Mas otras veces viene esta tentación de parte del demonio; y verse ha ser así, en que más combate con pensamientos y feas imaginaciones del ánima, que con feos sentimientos del cuerpo; o si los hay, no es porque la tentación comience en ellos, mas comenzando por pensamientos, resulta el sentimiento en la carne; la cual algunas veces estando flaquísima y como muerta, están los malos pensamientos vivísimos, como a San Jerónimo acaecía, según él lo cuenta. Y tienen también otra señal, que es venir importunamente y cuando el hombre menos querría, y menos ocasión hay para ello. Y ni acatan reverencia a tiempos de oración, ni de misa, ni lugares sagrados, en los cuales un hombre, por malo que sea, suele tener acatamiento y abstenerse de pensar estas cosas. Y algunas veces son tantos y, tales estos pensamientos, que el hombre nunca oyó, ni supo, ni imaginó tales cosas como se le ofrecen. Y en la fuerza con que vienen, y cosas que oye interiormente, siente el hombre que no nacen de él, sino que otro las dice y las hace. Cuando estas y otras señales semejantes hubiere, tened por alerto que es persecución del demonio en la carne, y que no nace de ella, aunque se padece en ella. La cual guerra es más peligrosa que la pasada, por querernos muy mal quien la hace, y por ser enemigo tan infatigable para guerrear, velando y durmiendo, y en todo tiempo y lugar.
Y el remedio de este mal es procurar alguna buena ocupación que ponga en cuidado y trabajo, con el cual pueda olvidar aquellas feas imaginaciones. Y a este intento procuró San Jerónimo, según él mismo lo cuenta, de estudiar la lengua hebrea con mucho trabajo, aunque no sin fruto, y dice: «Haz siempre alguna buena obra porque te halle el demonio bien ocupado.» Y también hablando en este propósito, de cuan provechosa es para esto la vida de los monasterios, le aconseja diciendo: «Y en ella cumplas cada día lo que te fuere encargado, y seas sujeto a quien no querrías, y vayas cansado a la cama, y andando te caigas dormido; y sin haber cumplido con el sueño seas constreñido a te levantar, y digas tu Salmo cuando te viniere, y sirvas a los hermanos, y laves los pies a los huéspedes; y siendo injuriado, calles, y temas, como al señor al abad del monasterio, y le ames como a padre, y creas que todo lo que él te mandare es cosa que te conviene, y no juzgues a tus mayores, pues que tu oficio es obedecer y cumplir lo mandado, según dice Moisés (Deut., 6): Oye, Israel, y calla. Y estando ocupado en tantos negocios, no tendrás lugar para otros pensamientos; y pasando de una obra en otra, aquello solamente tendrás en la memoria, que de presente eres constreñido a hacer.» Esto dice San Jerónimo. Y conforme a esto, se usaba entonces en los monasterios ejercitar a los mozos en buenas ocupaciones, más que en soledad y larga oración, por el peligro que de parte de su carne y pasiones no mortificadas les puede y suele venir.
Aunque esta regla tiene excepciones, por haber en las personas disposiciones diversas y dones particulares de Dios; por lo cual con justa causa puede darse la oración larga al mozo y quitarse al viejo. Y dije que no ocupaban al mozo en larga oración: entiendo de aquella en la cual se gasta casi todo el tiempo, y se tiene como por oficio. Porque no tener algunos ratos de ella sería yerro muy grande, por los bienes que perdería; y porque aun para bien hacer la ocupación es menester ganar espíritu y fuerzas en la oración; que de otra manera suelen los ocupados quejarse y andar desabridos, como carro cargado y no untado con la blandura de la devoción.
Y estén advertidos los principiantes a que el demonio particularmente procura de traerles las tales imaginaciones al tiempo de la oración, por hacer que la dejen y descanse él. Porque aunque el demonio nos fatiga mucho con sus tentaciones, mucho más le fatigamos a él y le queman nuestras devotas oraciones; y por eso procura que no las hagamos, o que las hagamos mal hechas. Mas nosotros debemos, como a porfía, trabajar todo lo que nos fuere posible por no dejar nuestro ejercicio, pues en la persecución que en él tenemos se demuestra bien cuan provechoso nos es. Y si tanto nos acosare la guerra haciendo la oración mentalmente, y sintiéremos mucho peligro por las tales imaginaciones, debemos a más no poder orar vocalmente, y herir nuestros pechos, lastimar nuestra carne, poner los brazos en cruz, alzar las manos y los ojos al cielo pidiendo socorro a nuestro Señor; de manera que, en fin, se gaste bien aquel rato que para orar teníamos diputado; o hacer algo que nos divierta (distraiga), especialmente hablar con alguna buena persona que nos esfuerce; aunque esto ha de ser a más no poder, porque no se vence nuestra flaqueza a querer vencer huyendo, y nos haga nuestro enemigo perder el lugar de nuestra pelea y las fuerzas de pelear; que, en fin, el Señor piadoso y poderoso mandará, cuando nos convenga, que nuestro adversario calle, y no nos impida nuestra secreta y amigable habla que solíamos tener con El.
CAPITULO 7
De la grande paz que Dios nuestro Señor da o los que varonilmente pelean contra este enemigo; y de lo mucho que conviene para lo vencer huir familiaridad de mujeres.
Todas estas escaramuzas se suelen pasar en esta guerra de la castidad, cuando el Señor lo permite para probar sus caballeros, si de verdad le aman a Él y a la castidad por quien pelean. Y después de hallados fieles, envía su omnipotente favor, y manda a nuestro adversario que no nos impida nuestra paz ni nuestra secreta habla con Él. Y goza el hombre entonces de lo trabajado, y sábele bien y esle más meritorio.
Es también menester, y muy mucho, para guarda de la castidad, que se evite la conversación familiar de mujeres con hombres, por buenos o parientes que sean. Porque las feas y no pensadas caídas que en el mundo han acaecido acerca de aquesto, nos deben ser un perpetuo amonestador de nuestra flaqueza, y un escarmiento en ajena cabeza, con el cual nos desengañemos de cualquiera falsa seguridad que nuestra soberbia nos quisiere prometer, diciendo que pasaremos sin herida nosotros flacos, en lo que tan fuertes, tan sabios y, lo que más es, tan grandes santos fueron muy gravemente heridos. ¿Quién se fiará de parentesco, leyendo la torpeza de Amnón con su hermana Thamar (2 Reg., 13, 8); con otras muchas tan feas, y más, que en el mundo han acaecido a personas que las ha cegado esta bestial pasión de la carne? ¿Y quién se fiará de santidad suya o ajena, viendo a Santo Rey y Profeta David, que fue varón conforme al corazón de Dios, ser tan ciegamente derribado en muchos y feos pecados por sólo mirar a una mujer? (2 Reg., 11, 2.) ¿Y quién no temblará de su flaqueza oyendo la santidad y sabiduría del rey Salomón, siendo mozo, y sus feas caídas contra la castidad, que le malearon el corazón a la vejez, hasta poner muchedumbre de ídolos y adorarlos, como lo hacían y querían las mujeres que amaba? (3 Reg., 11, 4.) Ninguno en esto se engañe, ni se fíe de castidad pasada o presente, aunque sienta su ánima muy fuerte, y dura contra este vicio como una piedra; porque gran verdad dijo el experimentado Jerónimo, que: «Animas de hierro, la lujuria las doma.» Y San Agustín no quiso morar con su hermana, diciendo: «Las que conversan con mi hermana no son mis hermanas.» Y por este camino de recatamiento han caminado todos los santos, a los cuales debemos seguir si queremos no errar. Por tanto, doncella de Cristo, no seáis en esto descuidada; mas oíd y cumplid lo que San Bernardo dice: «Que las vírgenes que verdaderamente son vírgenes, en todas las cosas temen, aun en las seguras.» Y las que así no lo hacen, presto se verán tan miserablemente caídas, cuanto primero estaban con falsa seguridad miserablemente engañadas. Y aunque por la penitencia se alcance el perdón del pecado, no se alcanza la corona de la virginidad perdida, y «cosa fea es, dice San Jerónimo, que la doncella que esperaba corona pida perdón de haberla perdido», como lo sería si tuviese el Rey una hija muy amada, y guardada para la casar conforme a su dignidad, y cuando el tiempo de ello viniese, le dijese la hija que le pedía perdón de no estar para casarse, por haber perdido malamente su virginidad. «Los remedios de la penitencia, dice San Jerónimo, remedios de desdichados son», pues que ninguna desdicha o miseria hay mayor que hacer pecado mortal, para cuyo remedio es menester la penitencia. Y por tanto, debéis trabajar con toda vigilancia por ser leal al que os escogió, y guardar lo que prometisteis, porque no probéis por experiencia lo que está escrito (Jerem., 2, 19): Conoce y ve cuan mala y amarga cosa es haber dejado al Señor Dios tuyo, y no haber estado su temor en ti; mas gocéis del fruto y nombre de casta esposa, y de la corona que a tales está aparejada.
CAPITULO 8
Por qué medios suele engañar él demonio a los hombres espirituales con este enemigo de nuestra carne; y del modo que se debe tener para no dejarnos engañar.
Debéis estar advertida, que las caídas de las personas devotas no son al principio entendidas de ellos, y por esto son más de temer. Paréceles primero, que de comunicarse sienten provecho en sus ánimas, y fiados de aquesto usan, como cosa segura, frecuentar más veces la conversación, y de ella se engendra en sus corazones un amor que los cautiva algún tanto, y les hace tomar pena cuando no se ven, y descansan con verse y hablarse. Y tras esto viene el dar a entender el uno al otro el amor que se tienen; en lo cual y en otras pláticas, ya no tan espirituales como las primeras, se huelgan estar hablando algún rato; y poco a poco la conversación que primero aprovecharía a sus ánimas, ya sienten que las tienen cautivas, con acordarse muchas veces uno de otro, y con el cuidado y deseo de verse algunas veces, y de enviarse amorosos presentes y dulces encomiendas o cartas; «las cuales cosas, con otras semejantes blanduras, como San Jerónimo dice, el santo amor no las tiene.» Y de estos eslabones de uno en otro suelen venir tales fines, que les da muy a su costa a entender qué los principios y medios de la conversación, que primero tenían por cosa de Dios, sin sentir mal movimiento ninguno, no eran otro (otra cosa) que falsos engaños del astuto demonio, que primero los aseguraba, para después tomarlos en el lazo que les tenía escondido. Y así, después de caídos, aprenden que «hombre y mujer no son sino fuego y estopa», y que el demonio trabaja por los juntar; y juntos, soplarles con mil maneras y artes, para encenderlos aquí en fuegos de carne, y después llevarlos a los del infierno.
Por tanto, doncella, huid familiaridad de todo varon, y guardad hasta el fin de la vida la buena costumbre que habéis tomado, de nunca estar sola con hombre ninguno, salvo con vuestro confesor; y esto, no más de cuanto os confesáis, y aun entonces decir con brevedad lo que es menester, sin meter otras platicas: temiendo la cuenta que de la habla que habláredes o que oyéredes habéis de dar al estrecho Juez. Y tanto más habéis de evitar esto en la confesión, cuanto más es para quitar los pecados hechos y no para cometer otros de nuevo, ni para enfermar con la medicina. Y la Esposa de Cristo, especialmente si es moza, no fácilmente ha de elegir confesor, mas mirando que sea de muy buena y aprobada vida, y fama, y de madura edad. Y de esta manera estará vuestra conciencia segura delante de Dios, y vuestra fama clara y sin mancha delante de los hombres; porque tened entendido que entrambas cosas habéis menester para cumplir con el alteza del estado de virginidad.
Y cuando tal confesor halláredes, dad gracias a nuestro Señor, y obedecedle y amadle como a cosa que Él os dio.
Mas mirad mucho que aunque el amor sea bueno por ser espiritual, puede haber exceso en ello por ser demasiado, y puede poner en peligro al que lo tiene; porque fácil cosa es el amor espiritual pasar en carnal. Y si en esto no tenéis freno, vendréis a tener un corazón tan ocupado, como lo tienen las mujeres casadas con sus maridos e hijos. Y ya vos veis que esto sería gran desacato contra la lealtad que debéis a nuestro Señor, que por Esposo tomasteis. Porque, como dice San Agustín: «Todo aquel lugar ha de ocupar en vuestro corazón Jesucristo, que si os casárades había de ocupar el marido.» No tengáis, pues, metido en lo más dentro de vuestro corazón a vuestro Padre espiritual, mas tenedle cerca de vuestro corazón, como a amigo del Desposado, no como a esposo. Y la memoria que de él tengáis sea para obrar su doctrina, sin parar más en él, teniéndole por cosa que Dios os dio para que os ayudase a juntaros toda convuestro celestial Esposo, sin que él se entremeta en la junta. Y debéis estar aparejada a carecer de él con paciencia, si Dios lo ordenare, en el cual sólo ha de estar colocada vuestra esperanza y arrimo. Y lo que en San Jerónimo leemos del amor y familiaridad que entre él y Santa Paula hubo, conforme a estas reglas fue. Aunque muchas cosas son lícitas y seguras a los que tienen santidad y edad madura, que no lo son a quien les falta lo uno o lo otro, o entrambas cosas. De esta manera, pues, os habéis de haber con el Padre espiritual que eligiéredes, siendo tal cual os he dicho.
Mas si tal no lo halláredes, muy mejor es que os confeséis y comulguéis en el año dos o tres veces y tengáis cuenta con Dios y con vuestros buenos libros en vuestra celda, que no, por confesar muchas veces, poner vuestra fama a algún riesgo. Porque si, como dice San Agustín: «La buena fama nos es necesaria a todos para con los prójimos», ¿cuánto más necesaria será a las doncellas de Cristo? La fama de las cuales es muy delicada, según San Ambrosio dice; y tanto, que tener confesor a quien falte alguna calidad de las dichas pone una mancha en su fama de ellas, que por ser en paño tan preciado y delicado parece muy fea, y en ninguna manera se debe sufrir. Y porque las que se contentan con decir: «No hay mal ninguno; limpia está mi conciencia», y tienen en poco la fama de su honestidad, no se pudiesen favorecer de que a la sacratísima Virgen María le hubiesen impuesto alguna infamia de acuestas, quiso su benditísimo Hijo que ella fuese casada, eligiendo antes que lo tuviesen a Él por hijo de José, no lo siendo, que no que dijesen los hombres alguna cosa siniestra de su sacratísima Madre, si la vieran tener hijo y no ser casada. Y por tanto, las que estos escándalos no curan de quitar, busquen con quien se amparar; que lo que de la sacratísima Virgen María y de las santas mujeres pueden aprender es limpieza de dentro, y buena fama y buen ejemplo de fuera, con todo recatamiento en la conversación.
Y aunque de las demasiadas conversaciones ninguna cosa de éstas se siguiera, aun se debían huir; porque con pensamientos que traen, quitan la libertad del ánima para libremente volar con el pensamiento a Dios. Y quitándole aquella pureza que el secreto lugar del corazón, donde Cristo solo quiere morar, había de tener, parece que no está tan solo y cerrado a toda criatura como a tálamo de tan alto Esposo conviene estar; ni del todo parece haber perfecta pureza de castidad, pues hay en él memoria de hombre.
Y habéis de entender que lo que se os ha dicho es cuando hay exceso en la familiaridad o nace escándalo de ella; porque cuando no hay cosa de éstas, no habéis de tratar con quien conviene con turbado o amedrentado corazón; porque de esto suele muchas veces nacer la misma tentación; mas tratar con una santa y prudente simplicidad no descuidada ni maliciosa.
CAPITULO 9
Que uno de los más principales remedios para vencer este enemigo es el ejercicio de la devota y ferviente oración, donde se halla el gusto de las cosas divinas que hace aborrecer las mundanas.
En un capítulo pasado (Cap. 6) se os dijo cuan fuerte arma es la oración, aunque no muy larga, para pelear contra este vicio. Ahora sabed que si la oración es devota, larga y tal, que en ella se da el gusto, según a algunos es dado, la dulcedumbre divina, no sólo la tal oración es arma para pelear, mas del todo degüella a este vicio bestial. Porque luchando el anima con Dios a solas, con los brazos de pensamientos y afectos devotos, por un modo muy particular alcanza de Él, como otro Jacob (Gen., 32, 24), que la bendiga con muchedumbre de gracias y entrañable suavidad. Y queda herida en el muslo, que quiere decir en el sensual apetito, mortificándosele de arte, que de allí en adelante cosquea (cojea) de él; y queda viva y fuerte en las afecciones espirituales, significadas por el otro muslo que queda sano. Porque así como el gusto de la carne hace perder el gusto y fuerzas del espíritu, así gustado el espíritu es desabrida toda la carne. Y algunas veces es tanta la dulcedumbre que el ánima gusta siendo visitada de Dios, que la carne no la puede sufrir, y queda tan flaca y caída como lo pudiera estar habiendo pasado por ella alguna larga enfermedad corporal. Aunque acaece otras veces, con la fortificación que el espíritu siente, ser ayudada la carne y cobrar nuevas fuerzas, experimentando en este destierro algo de lo que en el cielo ha de pasar, cuando de estar el ánima bienaventurada en su Dios y llena de indecibles deleites, resulte en el cuerpo fortaleza y deleite, con otros preciosísimos dotes que el Señor ha de dar.
¡ Oh soberano Señor, y cuan sin excusa has dejado la culpa de aquellos que, por buscar deleite en las criaturas, te dejan y ofenden a Ti, siendo los deleites que en Ti hay tan de tomo (importancia, valor y estima), que todos los de las criaturas que se junten en uno, son una verdadera hiel en comparación de ellos! Y con mucha razón, porque el gozo o deleite que de una cosa se toma es como fruto que la tal cosa de si da. Y cual es el árbol, tal es el fruto. Y por eso el gozo que se toma de las criaturas es breve, vano, sucio y mezclado con dolor; porque el árbol de que se coge, las mismas condiciones tiene. Mas en el gozo que en Ti, Señor, hay, ¿qué falta o brevedad puede haber, pues que Tú eres eterno, manso, simplicísimo, hermosísimo, inmutable y un bien infinitamente cumplido? El sabor que una perdiz tiene es sabor de perdiz; y el gusto de la criatura, sabe a criatura; y quien supiere decir quién eres Tú, Señor, sabrá decir a qué sabes Tú. Sobre todo entendimiento es tu ser, y también lo es tu dulcedumbre, la cual está guardada y escondida para los que te temen (Ps. 30, 20) y para aquellos que, por gozar de Ti, renuncian de corazón el gusto de las criaturas. Bien infinito eres, y deleite infinito eres; y por eso, aunque los celestiales Ángeles y bienaventurados hombres que en el cielo están y han de estar gozando de Ti, y con fuerzas dadas por Ti, que no son pequeñas, y aunque muchos más sin comparación se juntasen con ellos a gozar de Ti, y con mucho mayores fuerzas, es el mar de tu dulcedumbre tan sin medida, que nadando y andando ellos embriagados y llenos de tu suavidad, queda tanto más que gozar de ella, que si Tú, Omnipotente Señor, con las infinitas fuerzas que tienes, no gozases de Ti mismo, quedaría el deleite que hay en Ti quejoso, por no haber quien goce de él cuanto hay que gozar.
Y conociendo Tú, Señor sapientísimo, como Criador nuestro, que nuestra inclinación es a tener descanso y deleite, y que un ánima no puede estar mucho tiempo sin buscar consolación, buena o mala, nos convidas con los santos deleites que en Ti hay, para que no nos perdamos por buscar malos deleites en las criaturas. Voz tuya es, Señor (Mí., 11, 28): Venid a Mi todos los que trabajáis y estáis cargados, que Yo os recrearé. Y Tú mandaste pregonar en tu nombre (Isa.,55): Todos los sedientos venid a las aguas. Y nos hiciste saber que hay deleites en tu mano derecha que duran hasta la fin (Ps. 15, 11). Y que con el rió de tu deleite, no con medida ni tasa,has de dar a beber a los tuyos en tu reino (Ps. 35, 9). Y algunas veces das a gustar acá algo de ello a tus amigos, a los cuales dices (Cant., 5, 1): Comed, y bebed, y embriagaos, mis muy amados. Todo esto, Señor, con deseo de traer a Ti con deleite a los que conoces ser tan amigos de él. No ponga, pues, nadie, Señor, en Ti tacha que te falte bondad para ser amado ni deleite para ser gozado; ni vaya a buscar conversación agradable ni deleitable fuera de Ti, pues el galardón que has de dar a los tuyos es decirles (Mt, 25, 22): Entra en el gozo de tu Señor. Porque de lo mismo que tú comes y bebes, comerán ellos y beberán; y de lo mismo de que tú te gozas, ellos se gozarán. Porque convidados los tienes que coman sobre tu mesa en el reino de tu Padre (Lc., 22, 30).
¿Qué dirás a estas cosas, hombre carnal? Y tan engañado, que llega tu engaño a que los sucios deleites que hay en la carne, de que gozan, y con mayor abundancia, los viles y malos hombres, y aun las bestias del campo, tienes en más que la soberana dulcedumbre que hay en Dios, de la cual gozan Santos v Ángeles, y el mismo Dios Criador de ellos. Cosa es de bestias lo que tú precias y amas; y tus pasiones bestias son; y tantas veces pones al Altísimo Dios debajo los pies de tus vilísimas bestias, cuantas veces le ofendes por tus deleites camales.
Huid, doncella, de cosa tan mala, y subíos al monte de la oración, y suplicad al Señor os dé algún gusto de Sí, para que esforsada vuestra ánima con la suavidad de Él, despreciéis los lodosos placeres que hay en la carne. Y habréis entonces compasión entrañable de la gente que anda perdida por la bajeza de los valles de vida bestial; y espantada diréis: ¡ Oh hombres, y qué perdéis, y por qué! ¡ Al dulcísimo Dios, por la vilísima carne! ¿Y qué pena merece tan falso peso v medidas, sino eterno tormento? Y cierto, les será dado.
CAPITULO 10
De muchos otros medios que debemos usar cuando este cruel enemigo nos acometiere con los primeros golpes.
Los avisos que para remedio de esta enfermedad habéis oído son cosas que ordinariamente habéis de usar, aunque sea fuera del tiempo de la tentación.
Ahora oíd lo que habéis de hacer cuando os acometiere y os diere el primer golpe. Señalad luego la frente o el corazón con la señal de la cruz, llamando con devoción el santo nombre de Jesucristo, y decid: ¡ No vendo yo a Dios tan barato! ¡ Señor, más valéis Vos, y más quiero a Vos!
Y si con esto no se quita, abajad al infierno con el pensamiento, y mirad aquel fuego vivo cuan terriblemente quema, y hace dar voces y aullar y blasfemar a los miserables que ardieron acá con fuegos de deshonestidad, ejecutándose en ellos la sentencia de Dios, que dice (Apoc, 18, 7): Cuanto se glorificó en los deleites, tanto le dad de tormento y lloro. Y espantaos de tan grave castigo—aunque justísimo—, que deleite de un momento se castigue con eternos tormentos; y decid entre vos lo que San Gregorio dice: «Momentáneo es lo que deleita, y eterno lo que atormenta.»
Y si esto no os aprovecha, subíos al cielo con el pensamiento, y represénteseos aquellalimpieza de castidad que en aquella bienaventurada ciudad hay; y cómo no puede entrar allí bestia ninguna, quiero decir, hombre bestial, y estaos un rato allá, hasta que sintáis alguna espiritual fuerza con que aborrezcáis vos aquí lo que allí se aborrece por Dios.
También aprovecha dar con el cuerpo en la sepultura, según vuestro pensamiento, y mirar muy despacio cuan hediondos y cuáles están allí los cuerpos de hombres y mujeres.
También aprovecha ir luego a Jesucristo puesto en la cruz, y especialmente atado a la columna y azotado, y bañado en sangre de pies a cabeza, y decirle con entrañable gemido: Vuestro virginal y divino cuerpo, Señor, tan atormentado y lleno de graves dolores, ¿y yo quiero deleites para el mío, digno de todo castigo? Pues Vos pagáis con azotes, tan llenos de crueldad, los deleites que los hombres contra vuestra ley toman, no quiero yo tomar placer tan a costa vuestra, Señor.
También aprovecha representar súbitamente delante de vos a la limpísima Virgen María, considerando la limpieza de su corazón y entereza de cuerpo, y aborrecer luego aquella deshonestidad que os vino, como tinieblas que se deshacen en presencia de la luz. Mas si sabéis cerrar la puerta del entendimiento muy bien cerrada, como se suele hacer en el íntimo recogimiento de la oración, según adelante diremos, hallaréis con facilidad el socorro más a la mano que en todos los remedios pasados. Porque acaece muchas veces que, abriendo la puerta para el buen pensamiento, se suele entrar el malo; mas cerrándola a uno y a otro, es un volver las espaldas a los enemigos, y no abrirles la puerta hasta que ellos se hayan ido, y así se quedarán burlados.
También aprovecha tender los brazos en cruz, hincar las rodillas y herir los pechos. Y lo que más, o tanto como todo junto, es recibir con el debido aparejo el santo cuerpo de Jesucristo nuestro Señor, el cual fue formado por el Espíritu Santo, y está muy lejos de toda impuridad. Es remedio admirable para los males que de nuestra carne concebida en pecados (en pecado original) nos vienen. Y si bien supiésemos mirar la merced recibida en entrar Jesucristo en nosotros, nos tendríamos por relicarios preciosos, y huiríamos de toda suciedad, por honra de Aquel que en nosotros entró. ¿Con qué corazón puede uno injuriar su cuerpo, habiendo sido honrado con juntarse con el santísimo cuerpo de Dios humanado? ¿Qué mayor obligación se me pudo echar? ¿Qué mayor motivo se me pudo dar para vivir en limpieza, que mirar con mis ojos, tocar con mis manos, recibir con mi boca, meter en mi pecho al purísimo cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, dándome honra inefable para que no me abata a vileza, y atándome consigo, y dedicándome a Él por su entrada? ¿Cómo o con qué cuerpo ofenderé al Señor, pues en este que tengo ha entrado el Autor de la puridad? ¿He comido a Él, y con Él a una mesa, ¿y serle he traidor ahora, ni en toda mi vida? Así es razón que se estime esta merced, para que recibamos corona en nuestra flaqueza. Mas si mal lo recibimos, o mal de Él usamos, sucede el efecto contrario, y se siente el tal hombre más poseído de la deshonestidad, que antes de haber comulgado.
Y si con todas estas consideraciones y remedios la carne bestial no se asosegare, debéisla tratar como a bestia, con buenos dolores, pues no entiende razones tan justas. Algunos sienten remedio con darse recios y largos pellizcos, acordándose del excesivo dolor que los clavos causaron a nuestro Señor Jesucristo; otros con azotarse fuertemente, acordándose de cómo el Señor fue azotado; otros con tender las manos en cruz, alzar los ojos al cielo, herirse el rostro, y con otras cosas semejantes a éstas, con que causan dolor a la carne; porque otro lenguaje en aquel tiempo ella no entiende. Y este modo leemos haber tenido los Santos pasados, uno de los cuales se desnudó y se revolcó por unas espinosas zarzas, y con el cuerpo lastimado y ensangrentado cesó la guerra que contra el ánima había. Otro se metió en tiempo de invierno en una laguna de agua muy fría, en la cual estuvo hasta que el cuerpo salió medio muerto, mas el ánima muy libre de todo peligro . Otro puso los dedos de la mano en una lumbre, y con quemarse algunos de ellos cesó el fuego que atormentaba a su ánima. Y un mártir, atado de pies y manos, con el dolor de cortarse con sus propios dientes la lengua, salió vencedor de acuesta pelea. Y aunque algunas de estas cosas no se han de imitar, porque fueron hechas con particular instinto del Espíritu Santo, y no según ley ordinaria, mas debemos aprender de aquí que en el tiempo de la guerra, en que nos va la vida del ánima, no nos hemos de estar quietos ni flojos, esperando que nos den lanzadas nuestros enemigos, mas resurtir del pecado como de la faz de la serpiente,según dice la Escritura (Eccli., 21, 2), y tomar cada uno el remedio con que mejor se hallare, y según su prudente confesor le encaminare.
CAPITULO 11
De algunas causas, allende de las dichas, por las cuales vienen algunos a perder la castidad, para que huyamos de ellas si no la queremos perder; y con qué medios nos debemos animar a ello.
Ningún cuidado ni trabajo que por la guarda de esta limpieza se ponga debe parecer demasiado, si sabe estimar el precio y mérito de ella y su galardón. Y pues que nuestro Señor os ha dado a entender el valor de ésta joya, y os ha dado gracia para que la eligiésedes y prometiésedes, no será menester tanto deciros la excelencia de ella, cuanto daros avisos de cómo no la perdáis; enseñándoos algunas causas más de las ya dichas por donde algunos la pierden, para que sabidas, las evitéis, porque no la perdáis, y vos seáis perdida con ella.
Piérdenla unos por tener recias inclinaciones naturales contra ella; y por no ser importunados, ni pasar guerra contra sí mismos tan cruel y durable, se dan maniatados a sus enemigos con miserable consejo, no entendiendo que el propósito del cristiano ha de ser morir o vencer, con la gracia de Aquel que ayuda a los que por su honra pelean.
Otros hay que aunque no son muy tentados, tienen una vileza y pequeñez natural de corazón, inclinada a cosas bajas. Y como ésta sea una de las más viles y bajas, y que más a mano se les ofrece, encuentran luego con ella, y danse a ella como a cosa proporcionada con la bajeza y vileza de su corazón, que no se levanta a emprender aún vida de hombres regidos por razón natural; con la cual enseñado uno, dije que en los deleites carnales no hay cosa digna de magnánimo corazón. Y otro dijo que la vida según los deleites carnales es vida de bestias. Porque no sólo la lumbre del cielo, mas aun la de la razón natural, condena a los que en esta vileza se ocupan como a gente que no vive según hombres, cuya vida ha de ser conforme a razón, mas según bestias, cuya vida es por apetito. Y si bien se mirase, podrían con mucha justicia quitar a estos tales el nombre de hombres, pues, teniendo figura de hombres, viven vida de bestias, y son verdadera deshonra de hombres. Y no sería cosa poco monstruosa, ni que diese pequeña admiración a los que la viesen, traer una bestia enfrenado a un hombre, llevándole adonde ella quisiese, rigiendo ella a quien la había de regir.
Y hay tantos de éstos, regidos por el freno de apetitos bestiales, bajos y altos, que no sé si por ser muchos, no hay quien eche de ver en ello. O, lo que más creo, es porque hay pocos que tengan lumbre para mirar qué miserable está una ánima muerta con deleites carnales, debajo de un cuerpo especialmente hermoso y de fresca edad: ¡ Oh, a cuántas ánimas de éstos y de otros tiene abrasados este fuego infernal, y ni hay quien eche lágrimas de compasión sobre ellos, ni quien diga de corazón: A Ti, Señor, daré voces, porque el fuego ha comido las cosas hermosas del desierto. (Joel, 1, 19). Que, cierto, si hubiese viudas en Naim que amargamente llorasen a sus hijos muertos, usaría Cristo de su misericordia para los resucitar en el ánima, como lo usó con el hijo de la otra en el cuerpo, de quien el Evangelio (Lc., 7, 13) hace mención. No debe dormirse el que en la Iglesia tiene oficio de orar e interceder por el pueblo con afecto de madre, porque no castigue Dios al orador (orador: el que tiene oficio de orar) y su pueblo, diciendo (Ezech., 22, 30):Busqué entre ellos varón que se pusiese por muro, y se pusiese contra Mí, porque no destruyese la tierra, y no lo hallé: y derramé sobre ellos mi enojo; en el fuego de mi ira los consumí.
Guardaos, pues, vos de tener corazón tan pequeño y envilecido, que os parezcan bien y os contenten estas vilezas. Y acordaos de lo que San Bernardo dice: «Que si bien consideráredes el cuerpo y lo que sale de él, es un muladar muy más vil que cualquiera que hayáis visto.» Despreciadlo de corazón con todos sus deleites, atavíos y flor, y haced cuenta que ya está en la sepultura, convertido en una poca de tierra. Y cuando algún hombre o mujer viéredes, no miréis mucho su faz ni su cuerpo; y si lo miráredes, sea para haber asco de él; mas enderezad vuestros ojos interiores al ánima que está encerrada y escondida en el cuerpo, en las cuales no hay diferencia de hombre a mujer; y aquella ánima engrandeced, como cosa criada de Dios; cuyo valor de una sola es mayor que de todos los cuerpos criados y por criar.
Y así despedida de la bajeza de los cuerpos, buscad grandes bienes y emprended nobles empresas, y no menores que aposentar a Dios en vuestro cuerpo y vuestra ánima con entrañable limpieza de corazón. Miraos con estos ojos, pues dice San Pablo (1 Cor., 3, 16): ¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Y en otra parte (1 Cor., 6, 19) dice: ¿No sabéis que vuestros miembros son templo del Espíritu Santo que en vosotros está, el cual Dios os lo ha dado, y que no sois vuestro? Y pues sois comprados por precio grande, honrad a Dios en vuestro cuerpo. Considerad, pues, que cuando recibisteis el santo Bautismo fuisteis hecha templo de Dios, y consagrada vuestra ánima a Él por su gracia, y vuestro cuerpo, por ser tocado con el agua santa; y de ánima y de cuerpo se sirve el Espíritu Santo, como un señor de toda su casa, moviendo a buenas obras a ella y a él. Y por eso se dice que tambiénnuestros miembros son templo del Espíritu Santo. Grande honra nos da Dios en querer morar en nosotros, y honrarnos con verdad y nombre de templo; y grande obligación nos echa para que seamos limpios, pues a la casa de Dios conviene limpieza. (Ps., 92.) Y si mirásedes que fuisteiscomprada, como dice San Pablo, con preció grande, que es con la vida de Dios humanado que por vos se dio, veréis cuánta razón es honrar a Dios y traerlo en vuestro cuerpo, sirviéndole con él, y no haciendo cosa en él que sea para deshonra de Dios y daño vuestro. Porque verdadera y justa sentencia es (1 Cor., 3, 17) que quien ensuciare el templo de Dios lo ha de destruir Dios; y que no ha de haber en su templo sino cosa de su honra y de su alabanza. Y acordaos de lo que dijo San Agustín: «Después que entendí que me había Dios redimido y comprado con su sangre preciosa, nunca más me quise vender.» Y añadid vos: Cuanto más por vilezas de carne.
Obra habéis comenzado de gran corazón, pues queréis tener en la carne corruptible incorrupción; y tener por vía de virtud lo que los Ángeles tienen por naturaleza; y pretender particular corona en el cielo y ser compañera de las vírgenes, que cantan el nuevo cantar, y acompañar al Cordero doquiera que va. (Apoc, 14, 4.) Mirad vuestro título que de presente tenéis, que es ser esposa de Cristo, y el bien que esperáis en el cielo cuando vuestro Esposo os ponga en su tálamo allá; y amaréis tanto la limpieza de la virginidad, que de buena gana perdáis la vida por ella, como lo hicieron muchas vírgenes santas, que por no dejarlo de ser, pasaron martirio, y con grandeza de corazón: la cual procurad de tener, porque es muy necesaria para conservar el grande estado en que Dios os ha puesto.
CAPITULO 12
Que suele Dios castigar a los soberbios con permitir que pierdan la joya de la castidad, para humillarlos; y de cuánto conviene ser humildes para vencer aqueste enemigo.
Otros ha habido que han perdido esta joya de la castidad por vía de castigarles Dios con justo juicio, en entregarlos, como dice San Pablo (Rom., 1, 24), en los deseos deshonestos de su corazón como en manos de crueles sayones, castigando en ellos unos pecados con otros pecados; no incitándolos Él a pecar, porque del sumo Bien muy extraño es ser causa que nadie peque; mas apartando su socorro del hombre por pecados del mismo hombre, la cual es obra de justo Juez; y si justo, bueno. Y así dice la Escritura (Prov., 23, 27): Pozo hondo es la mala mujer, y poso estrecho la mujer ajena; aquel caerá en él con quien Dios estuviere enojado (Prov., 22, 14). No se asegure, pues, nadie con que no da enojos a Dios cerca de la castidad, si los da en otras cosas, pues que suele dejar caer en lo que el hombre no caía ni querría, en castigo de caer en otras cosas que no debía.
Y aunque esto sea general en todos los pecados, pues por todos se enoja Dios, y por todos suele castigar, mas particularmente, como dice San Agustín, «suele castigar Dios la secreta soberbia con manifiesta lujuria». Y así se figura en Nabucodonosor, que en castigo de su soberbia, perdió su reino, y fue alanzado de la conversación de los hombres, y le fue dado corazón de bestia, y conversó entre las bestias (Dan., 4, 22, 29, 30), no porque perdiese la naturaleza de hombre, sino porque le parecía a él que no lo era. Y así estuvo hasta que le dio Dios conocimiento y humildad con que conociese y confesase que la alteza y reino es de Dios, y que lo da Él a quienquiere. Cierto, así pasa, que el hombre que atribuye a la fortaleza de su brazo el edificio de la castidad, lo echa Dios de entre los suyos, y salido de tal compañía, que era como de Ángeles, mora entre bestias, con corazón tan bestial como si no hubiera amado a Dios, ni sabido qué era castidad, ni hubiese infierno, ni gloria, ni razón, ni vergüenza, tanto que ellos mismos se espantan de lo que hacen, y les parece no tener juicio ni fuerzas de hombres, sino del todo rendidos a este vicio bestial, como bestias, hasta que la misericordia del Señor se adolece (se adolece: se compadece) de tanta miseria, y da a conocer al que de esta manera ha caído que por su soberbia cayó, y por medio de humildad se ha de levantar y cobrar. Y entonces confiesa que el reino de la castidad, por el cual reinaba sobre su cuerpo, es dádiva de Dios, que por su gracia la da y por pecados del hombre la quita.
Y este mal de soberbia es tan malo de conocer—y por eso mucho de temer—, que algunas veces lo tiene el hombre metido tan en lo secreto de su corazón que él mismo no lo entiende. Testigo es de esto San Pedro, y otros muchos, que estando agradados y confiados de sí, pensaban que lo estaban de Dios; el cual, con su infinita sabiduría, ve la enfermedad de ellos, y con su misericordia, junta con su justicia, los cura y sana, con darles a entender, aunque a costa suya, que estaban mal agradados y mal confiados de sí mismos, pues se ven tan miserablemente caídos. Y aunque la caída es costosa, no es tan peligrosa como el secreto mal de soberbia en que estaban ; porque no le entendiendo, no le buscaran remedio, y así se perdieran; y entendiendo su mal con la caída, y humillados delante la misericordia de Dios, alcanzan remedio de Él para entrambos males. Y por esto dijo San Agustín que «castiga Dios la secreta soberbia con manifiesta lujuria», porque el segundo mal es manifiesto a quien lo comete, y por allí viene a entender el otro mal que secreto tenía.
Y habéis de saber que estos soberbios unas veces lo son para consigo solos, y otras, despreciando a los prójimos por verlos faltos en la virtud y especialmente en la castidad. Mas, ¡ oh Señor, y cuan de verdad mirarás con ojos airados aqueste delito! ¡Y cuan desgraciadas te son las gracias que el fariseo te daba, diciendo (Lc., 18, 130: No soy malo como los otros hombres, ni adúltero, ni robador, como lo es aquel arrendador que allí está. No lo dejas, Señor, sin castigo; castígaslo, y muy reciamente, con dejar caer al que estaba en pie, en pena de su pecado, y levantas al caído por satisfacerle su agravio. Sentencia tuya es, y muy bien la guardas (La, 6, 37):No queráis condenar, y no seréis condenados. Y (Mt., 7, 2): Con la misma medida que midiereis seréis medidos; y quien se ensalzare será abajado. Y mandaste decir de tu parte al que desprecia a su prójimo (Isai., 33, 1): ¡Ay de ti que desprecias, porque serás despreciado! ¡Oh, cuántos han visto mis ojos castigados con esta sentencia, que nunca habían entendido cuánto aborrece Dios aqueste pecado, hasta que se vieron caídos en lo que de otros juzgaron, y aun en cosas peores! «En tres cosas—dijo un viejo de los pasados—juzgué a mis prójimos, y en todas tres he caído.»
Agradezca a Dios el que es casto la merced que le hace, y viva con temor y temblor por no caer él, y ayude a levantar al caído, compadeciéndose de él y no despreciándolo. Piense que él y el caído son de una masa, y que cayendo otro cae él cuanto es de su parte. Porque, como dice San Agustín: «No hay pecado que haga un hombre, que no lo haría otro hombre, si no lo rige el Hacedor del hombre.» Saque bien del mal ajeno, humillándose con ver al otro caer; saque bien del bien ajeno gozándose del bien del prójimo. No sea como ponzoñosa serpiente, que saque de todo mal; soberbia en las caídas ajenas y envidia en los bienes ajenos. No quedarán estos tales sin castigo de Dios; dejarles ha caer en lo que otros cayeron y no les dará el bien de que hubieron envidia.
CAPITULO 13
De otras dos peligrosas causas por las cuales suelen perder la castidad los que no las procuran evitar.
Entre las miserables caídas de castidad que en el mundo ha habido, no es razón que se ponga en olvido la del Santo Rey y Profeta David; que por ser ella tan miserable, y la persona tan calificada, pone un escarmiento tan grande a quien la oye, que no hay quien deje de temer su propia flaqueza. La causa de aquesta caída dice San Basilio que fue un liviano complacimiento que David tomó en sí mismo, una vez que fue visitado de la mano de Dios con abundancia de mucha consolación, y se atrevió a decir: Yo dije en mi abundancia: No seré ya mudado de este estadopara siempre. Mas ¡ oh cuan al revés le salió! ¡ y cómo después entendió lo que primero no entendía, que (Eccl., 7, 15) en el día de los bienes que tenemos, nos hemos de acordar de los males en que podemos caer! Y que se debe tomar la consolación divinal con peso de humildad, acompañada del santo temor de Dios, para que no pruebe lo que el mismo David luego dijo (Ps.,29, 8): Quitaste tu faz de mí, y fui hecho conturbado.
Otra causa de su caída nos da a entender la Escritura divina, diciendo (2 Reg., 11, 1): Que al tiempo que los reyes de Israel solían ir a las guerras contra los infieles, se quedó el rey David en su casa; y andándose paseando en un corredor, miró lo que le fue causa de adulterio y homicidio, y no de uno, más de muchos hombres; todo lo cual se evitara si él fuera a pelear las peleas de Dios, según otros reyes lo acostumbraban, y él mismo lo había hecho otros años.
Si vos os estáis paseando cuando están recogidos los siervos de Dios, y si estáis ociosa cuando ellos trabajan en buenas obras, y si derramáis vuestros ojos con soltura cuando ellos con los suyos lloran por sí y por los otros amargamente, y si al tiempo que ellos se levantan de noche a orar vos os estáis durmiendo y roncando, y perdéis, por lo que se os antoja, los buenos ejercicios que solíades tener, que con su fuerza y calor os tenían en pie, ¿cómo pensáis guardar la castidad estando descuidada y sin armas para la defender, y teniendo tantos enemigos que pelean contra ella, fuertes, cuidadosos y armados? No os engañéis, que si a vuestro deseo de ser casta no acompañan obras con que defendáis ■vuestra castidad, vuestro deseo saldrá en vano, y acaeceros ha a vos lo que a David, pues ni sois más privilegiada que él ni más fuerte ni santa.
Y para dar conclusión a esta materia de las causas por que se suele perder aquesta preciosa joya de la castidad, debéis saber que la causa por que Dios permitió que la carne se levantase contra la razón en nuestros primeros padres—que de allí lo heredamos nosotros—fue porque ellos se levantaron contra Dios, desobedeciendo su mandamiento. Castigóles en lo que pecaron; y fue, que pues ellos no obedecieron a su superior, no les obedeciese a ellos su inferior. Y así el desenfrenamiento de la carne, esclava y súbdita, contra su superior, que es la razón, castigo es de inobediencia de la razón contra Dios, su superior. Y, por tanto, guardaos mucho de desobedecer a vuestros superiores, porque no permita Dios que vuestro inferior, que es la carne, se levante contra vos, como permitió que Adad se levantase contra el rey Salomón, su señor (3Reg., 11, 14), y os azote y persiga, y por vuestra flaqueza os derribe en lo profundo del pecado mortal.
Y si estas cosas ya dichas, que con los ojos del cuerpo habéis leído, las habéis bien sentido con lo interior del corazón, veréis cuánta razón hay para que miréis por vos y qué hay en vos. Y porque vos no bastáis a conoceros, debéis pedir lumbre a nuestro Señor para escudriñar los más secretos rincones de vuestro corazón, porque no haya en vos algo—que sepáis o que no sepáis—por lo cual se ponga a riesgo de perder por algún secreto juicio de Dios la joya de la castidad, que tanto os importa que esté bien guardada con el amparo divino.
CAPITULO 14
De cuánto se debe huir la vana confianza de alcanzar victoria contra este enemigo con sola industria y trabajo humano, y que debemos entender que es dádiva de Dios, a quien se debe pedir, poniendo por intercesores los Santos, y en particular a la Virgen nuestra Señora.
Todo lo dicho, y más que se pueda decir, suelen ser medios para alcanzar esta preciosa limpieza. Mas muchas veces acaece que, así como trayendo piedra y madera y todo lo necesario para edificar una casa, nunca se nos adereza el edificarla, así también acaece que haciendo todos estos remedios no alcancemos la castidad deseada. Antes hay muchos que, después de vivos deseos de ella y grandes trabajos pasados por ella, se ven miserablemente caídos o reciamente atormentados de su carne, y dicen con mucho dolor (Lc., 5, 5): Trabajado hemos toda la noche y ninguna cosa hemos tomado. Y paréceles que se cumple en ellos lo que dice el Sabio (Eccl., 7, 24): Cuanto más yo la buscaba, tanto más lejos huyó de mí. Lo cual muchas veces suele venir de una secreta fiucia (fiucia: esperanza esforzada) que en sí mismos estos trabajadores soberbios tenían, pensando que la castidad era fruto que nacía de sus solos trabajos y no dádiva de la mano de Dios. Y por no saber a quién se había de pedir, justamente se quedaban sin ella. Porque mayor daño les fuera tenerla y ser soberbios e ingratos a su Dador, que estar sin ella llorosos y humillados y perdonados por la penitencia. No es pequeña sabiduría saber cuya dádiva es la castidad; y no tiene poco camino andado para alcanzarla quien de verdad siente que no es fuerza de hombre, sino dádiva de nuestro Señor. La cual nos enseña el santo Evangelio (Mt., 19, 11) diciendo: No todos son capaces de esta palabra, mas aquellos a los cuales es dado por Dios. Y aunque los remedios ya dichos para alcanzar este bien sean provechosas, y debamos ejercitar nuestras manos en ellos, ha de ser con condición que no pongamos nuestra fiucia (esperanza esforzada) en ellos; mas hagamos con devota oración lo que David hacía y nos aconseja, diciendo(Ps., 120, 1): Alcé mis ojos a los montes, [de] donde me vendrá socorro. Mi socorro es del Señor, que hizo él cielo y la tierra.
Buen testigo será de esto el glorioso Jerónimo, que cuenta de sí que le ponían en tanto estrecho aquestos aprietos carnales, que no le libraban de ellos ayunos muy grandes, ni dormir en el suelo, ni largas vigilias, ni estar su carne casi muerta. Y entonces, como hombre desamparado de todo socorro, y que en ningún remedio hallaba remedio, se echaba a los pies de Jesucristo nuestro Señor y los regaba con lágrimas y limpiaba con sus cabellos en su pensamiento devoto. Y aun alguna vez le acaecía dar voces a Cristo todo el día y la noche. Mas en fin era oído, y le daba Dios el deseo de su corazón, con tanta serenidad y espiritual consolación, que le parecía estar entre coros de Ángeles. Así socorre Dios a los que le llaman con entera voluntad y están firmes en la guerra por Él hasta que Él envíe socorro.
Y no sólo debemos llamar a Dios que nos favorezca, mas también a sus Santos, significados por los montes que aquí dice David. Y principalmente, más que ninguno de ellos, debe ser llamada la limpísima Virgen María, importunándola con servicios y oraciones que nos alcance esta merced; las cuales Ella oye y recibe de muy buena gana, como verdadera amadora de lo que le pedimos. Especialmente he visto haber venido provechos notables por medio de esta Señora a personas molestadas de flaqueza de carne, por rezarle alguna cosa en memoria de la limpieza con que fue concebida sin pecado, y de la limpieza virginal con que concibió al Hijo de Dios. A esta Señora, pues, tomad por particular Abogada para que os alcance y conserve con su oración esta limpieza. Y pensad que si hallamos en las mujeres de acá algunas tan amigas de honestidad, que amparan con todas sus fuerzas a quien quiere apartarse de la vileza de este vicio y caminar por la limpieza de la castidad, ¿cuánto más se debe esperar de esta limpísima Virgen de vírgenes, que pondrá sus ojos y orejas en los servicios y oraciones del que quisiere guardar la castidad, que Ella tan de corazón ama?
No os falte, pues, deseo de haber este bien; no falte fiucia (esperanza esforzada) en Cristo, ni oración importuna, ni otros servicios como hemos dicho; que ni faltará en sus Santos cuidado ni amor para orar por vos, ni misericordia celestial para conceder este don, que Él solo lo da; y quiere que todo hombre a quien lo da así lo conozca y le dé gloria de ello, pues, según verdad, se le debe.
CAPITULO 15
Como al Señor reparte el don de la castidad, no igualmente a todos; porque a algunos lo da solamente en el ánima, y de lo mucho que las tentaciones contra la castidad aprovechan, si se saben llevar.
Y es de mirar con atención que este don no lo da Dios por un igual a todos, mas diferentemente según a su santa voluntad place. Porque a unos da más de él y a otros menos. A algunos da castidad en el ánima sola, que es un propósito firme y deliberado de no caer en este vicio por cosa que sea; mas con este propósito bueno tiene este tal en su ánima imaginaciones feas, y en la parte sensitiva tentaciones penosas, que aunque no hagan consentir a la razón en el mal, aflígenla y danle que hacer en defenderse de sus importunidades. Lo cual es semejante a Moisés y a su pueblo, que estando él en lo alto del monte en compañía de Dios, estaba el vulgo del pueblo adorando ídolos en lo bajo de él. Y quien en este estado está, debe hacer gracias a nuestro Señor por el bien que le ha dado en su ánima, y sufrir con paciencia la poca obediencia que su parte sensitiva le tiene. Porque así como aunque Eva comiera sola del árbol vedado, no se cometiera el pecado original si Adán, su virón, no consintiera y comiera, así mientras aquel propósito bueno de no consentir cosa mala estuviere vivo en lo más alto del ánima, no puede hacer la parte sensitiva, por mucho que coma, que haya pecado mortal, pues el varón no consiente con ella, antes le desplace y le reprende.
En lo cual debéis estar advertida, que no dejéis que las imaginaciones o movimientos se estén en vos sin las desechar; porque quien ve el peligro en que está con tener aquel fuego infernal dentro de sí y la serpiente en su seno—cuanto más si ha probado otras veces que de aquello le suele venir el consentimiento en la mala obra o en aquel mal deleite—y no lo desecha, juzgase la tal negligencia por pecado mortal, pues vio el peligro y lo amó, por no desecharlo. Mas mientras hubiere propósito vivo de no consentir en mala obra ni en mal deleite, y resistir, aunque flacamente, cuando miráis el peligro en que estáis, pensad que no os dejó nuestro Señor caer en pecado mortal.
Y porque en esto a duras penas se puede dar cierta sentencia sin información de quien lo padece, conviene informar de ello al docto confesor y tomar su consejo. Y si, con todo esto, se le hiciere de mal sufrir guerra tan continua dentro de sí, mire que con el trabajo de la tentación se purgan los pecados pasados y se anima el hombre más a servir a Dios viendo que le ha más menester; y conocemos nuestra flaqueza, por locos que seamos, viéndonos andar a tanto peligro y en los cuernos del toro, que a dejarnos Dios un poquito de su mano, caeríamos en la espantosa hondura del pecado mortal. Y hasta que esta flaqueza sea muy de raíz confesada y experimentada, no cesarán en ti las tentaciones de la carne, que son como tormentos y golpes que te hagan confesar cómo no mora en ti este bien, si de arriba no es concedido.
Y si fueres fiel siervo de Dios, mientras más tu carne te combatiere, tanto más tú con tu ánima te esforzarás a guardar tu castidad, y las tentaciones serán como golpes que te ayudarán a arraigar más en ti la limpieza; y verás las maravillas de Dios, que así como por ocasión de nuestra maldad parece mayor su bondad, así por la flaqueza de nuestra carne, obra fortaleza en nuestra ánima, diciendo el espíritu, no, a lo que la carne le convidaba, y afirmándose de nuevo en el amor de la castidad, cuantas veces la carne le convidaba a perderla. Y así, por medio de un contrario tan molesto y vil, obra Dios el otro, que es la castidad, tan precioso y tan digno.
Y acuérdate que vale más buena guerra que mala paz; y que es mejor trabajar nosotros por no consentir, y dar en ello placer á nuestro Señor, que por tomar un poco de placer bestial, que en pasando deja doblado dolor, dar enojos a quien con todas nuestras fuerzas debemos amar y agradar. Llámale con humildad y con fiucia (esperanza esforzada), que no dejará, de socorrer a quien por su honra pelea; que al fin Él hará que salgas con ganancia de aquesta pelea, y te contará este trabajo en semejanza de martirio. Pues como los mártires querían antes morir que negar la fe, así tú, padecer lo que padeces por no quebrar su santa voluntad. Y hacerte ha compañero en la gloria con ellos, pues lo eres acá en el trabajo. Y entretanto, consuélate con tener en ti mismo una prueba de que amas a Dios, pues por su amor no haces lo que tu carne apetece.
CAPITULO 16
De cómo el don de castidad es concedido a algunas personas, no sólo en el interior del ánima, mas también en la sensualidad; y esto por una de dos maneras.
A otros da Nuestro Señor este bien de la castidad más copiosamente; porque no sólo les da en el ánima este aborrecimiento de sus deleites, mas tienen tanta templanza en su parte sensitiva y carne, que gozan de grande paz, y casi no saben qué es tentación que les dé pena. Y esto suele ser en dos maneras: unos tienen paz y limpieza por natural complexión; otros por elección y merced de Dios.
Los que por complexión natural, no deben de engreírse mucho con la paz que sienten, ni despreciar a quien ven tentado. Porque no se mide la virtud de la castidad por tener esta paz, mas por tener propósito firme en el ánima de no ofender en este pecado a nuestro Señor. Y si uno, siendo tentado en su carne, tiene este propósito bueno en su ánima, con mayor firmeza que el otro, que carece de aquestas guerras, más casto será éste combatido, que el otro con su paz. Ni tampoco deben estos bien acomplexionados desmayarse diciendo: Poco hago, o gano, en ser casto; mas deben aprovecharse de su buena inclinación, eligiendo con el espíritu la castidad por agradar al Señor, a la cual su inclinación les convida. Y de esta manera servirán a Dios con lo superior de su ánima por la elección virtuosa, y con la parte sensitiva con su obediencia y buena inclinación.
Otros hay, que no por inclinación natural, mas por merced de nuestro Señor, son tan castos, que en su ánima sienten entrañable aborrecimiento a aquesta vileza; y en su parte sensitiva tanta obediencia, que no va arrastrando a lo que le manda la razón, mas obedece con deleite y presteza, teniendo en entrambas entrañable paz. Este excelente estado rastrearon los filósofos que dijeron que había algunos varones tan excelentes, que tenían sus ánimos tan purgados, que no sólo obraban el bien sin guerra de pasiones, mas aun que, de muy vencidas, las tenían olvidadas; y que no sólo las pasiones no los vencían, mas aun ni los acometían. Mas esto que los filósofos hablaban y no tenían, porque sin gracia no hay verdadera virtud, los buenos cristianos lo tienen; a los cuales Dios quiere conceder este don perfecto, no ganado por fuerza de ellos, más concedido por el fuerte y celestial Espíritu Santo suyo, el cual se da por Jesucristo nuestro Señor, a semejanza del mismo Señor, que tuvo en carne corruptible entereza de virginidad.
Este celestial Espíritu infunde perfecta castidad en los que a Él place. Y hace esto, que así como lo superior del ánima está con perfecta obediencia sujetísimo a Dios, y recibe de Él poderosas fuerzas y excelentísima lumbre, estando unido tan perfectamente con Él y tan regido por la voluntad de Él, que diga el Apóstol (1 Cor., 6, 17): El que se llega a Dios, un espíritu es con Él; así esta eficacia de Dios que infunde fuerza y pone disposición en la parte sensitiva, hace que, dejada la bestialidad y fiereza que de su naturaleza tiene, obedezca con deleite a la razón y se le dé muy sujeta. Y aunque en la naturaleza sean diversas, por ser una espiritual y otra sensual, mas allégase tanto la parte sensitiva a la razón, y toma tan bien su freno, que anda domada y doméstica; y aunque no es razón, anda como razonada, no impidiendo, mas ayudando al espíritu, como fiel mujer a su marido. Y así como hay ánimas de algunos tan miserablemente dadas a su carne, que no se rigen por otro norte sino por el apetito de ella, y siendo de naturaleza espiritual, se abaten a la miserable sujeción de su cuerpo, tan transformados en su carne que se tornan encarnizadas (Así habla el autor en el Trat. 3.0 del Santísimo Sacramento : «Cuando amas el dinero, está tu alma enumerada; y cuando amas a la mala mujer, está enmujerada, encarnizada,etc…) y parecen, en su voluntad y pensamientos, un puro pedazo de carne, así la sensualidad de estotros se junta tanto con la razón, que parece más razón que las mismas ánimas de los otros.
Dificultosa cosa de creer parece ésta; mas, en fin, es obra y dádiva de Dios, concedida porJesucristo su único Hijo, especialmente en el tiempo de la Iglesia cristiana; del cual tiempo estaba profetizado (Isa., 11, 6) que habían de comer juntos lobo y cordero, oso y león; porque las afecciones irracionales de la parte sensitiva, que como fieros animales querían tragar y maltratar el ánima, son pacificadas por el don de Jesucristo, y dejada su propia guerra, viven en paz, como dice Job (5, 23): Las bestias de la tierra te serán pacíficas, y con las piedras de la región tendrás amistad. Y entonces se cumple lo que es escrito en el Salmo (54, 14), que dice: Tú, hombre unánime conmigo, y guía mía, y conocido mío, que comías conmigo los dulces manjares; anduvimos en la casa de Dios de un consentimiento. Las cuales palabras dice el hombre interior a su exterior; teniéndole tan sujeto que le llama de un ánima, y tan conforme a su querer que dice que comen entrambos dulces manjares, y andan en uno en la casa de Dios,porque están tan amigos, que si el interior come castidad, u ora, o ayuna y vela, y otros santos ejercicios, hallando mucha dulcedumbre en ellos, también el nombre exterior hace estas obras, y le saben como dulce manjar.
Mas no entendáis por aquesto que venga uno en este destierro a tener tanta abundancia de paz, que no sienta algunas veces, en esto o en otras cosas, movimientos contra su razón; porque sacando a Cristo nuestro Redentor y a su Madre sagrada, no fue a otros concedido este privilegio. Mas habéis de entender, que aunque haya estos movimientos en las personas a quien Dios concede este don, no son tales ni tantos que les den mucha pena; antes, sin ponerles en estrecho de mucha guerra, ni quitarles la verdadera paz, son ligeramente por ellos vencidos. Como si viésemos en una ciudad a dos muchachos reñir, y luego se apaciguasen, no diríamos que por aquella breve contienda faltaba paz en la ciudad, si la hubiese en los restantes del pueblo. Y pues este estado confesaban los filósofos, sin conocer las fuerzas del Espíritu Santo, no sea dificultoso al cristiano confesar esto, y desearlo a gloria de la redención de Cristo y de su poder, al cual no hay cosa imposible; de cuyo advenimiento estaba profetizado que había de haber en élabundancia de paz (Ps., 71, 3, 7). La cual llama Isaías (66, 12) ser como río. Y San Pablo (Filip.,4, 7) dice ser sobre todo sentido.
Pues cuando la carne así estuviere obediente y templada, entonces estamos bien lejos de oír su lenguaje, y seguros de caer en la terrible maldición que echó Dios a Adán nuestro padreporque oyó la voz de su mujer (Gen., 3, 17). Antes nosotros hacemos a ella que nos sirva y oiga nuestra voz; y como a pájaro encerrado en jaula, le enseñamos a hablar nuestro lenguaje, y ella lo aprende, pues con presteza nos obedece. De la cual larga obediencia que a la razón tiene, queda tan bien acostumbrada, que si algo pide, no son deleites, sino necesidad, y entonces bien la podemos oír, según Dios mandó a Abraham (Gen., 21, 12) que oyese la voz de su mujer Sara,que era ya muy vieja, y su carne tan enflaquecida y mortificada que no tenía las superfluidades de otras mujeres de menos edad (Ibid., 18, 11): y de esta tal carne algo más podemos fiar oyendo lo que nos dice. Aunque no debemos tanto creerla, que su dicho nos baste; mas debemos examinarla por la prudencia del espíritu, porque la que pensábamos estar muerta no se haga engañosamente mortecina, y tanto más peligrosamente nos derribe, cuando por más fiel la teníamos.
CAPITULO 17
En que se comienza a tratar de los lenguajes del demonio, y cuánto los debemos huir; y que uno de ellos es ensoberbecer a un hombre para le traer a grandes males y engaños; y de algunos medios para huir este lenguaje de la soberbia.
Los lenguajes del demonio son tantos cuantas son sus malicias, que son innumerables. Porque así como Cristo es fuente de todos los bienes, que se comunican a las ánimas de los que con obediencia se sujetan a Él, así el demonio es padre de pecados y tinieblas, que instigando y aconsejando a sus miserables ovejas, las induce a maldad y mentira, con que eternalmente se pierdan. Y porque sus astucias son tantas que sólo el Espíritu del Señor basta para descubrirlas, hablaremos pocas palabras, remitiendo lo demás a Cristo, que es verdadero enseñador de las ánimas.
Por muchos nombres es llamado el demonio, para declarar los males que él tiene; mas entre todos hablemos de dos, que son ser llamado dragón y león. Dragón, dice San Agustín, porque secretamente pone asechanzas; león, porque abiertamente persigue.
El asechanza que tiene para engañar es aquesta: alzarnos con la vanidad y mentira, y después derribar con verdadera y miserable caída. Ensálzanos con pensamientos que nos inclinan a estimarnos en algo, haciéndonos caer en soberbia; y como él sepa por experiencia ser este mal tan grande, que bastó a hacer en sí mismo de ángel demonio, trabaja con todas sus fuerzas de hacernos participantes en él, porque también lo seamos en los tormentos que él tiene. Sabe él muy bien cuánto desagrada la soberbia a Dios, v cómo ella sola basta a hacer inútil todo lo demás que el hombre tuviere, por bueno que parezca. Y trabaja tanto por sembrar esta mala semilla en el ánima, que muchas veces dice verdades, y da buenos consejos y sentimientos devotos, solamente para inducir a soberbia, teniendo en muy poco lo que pierde en que uno haga algún bien, con que le pueda ganar todo entero, con el pecado de la soberbia, y con otros que tras él vienen. Porque así como un rey suele andar acompañado de gente, así la soberbia de otros pecados. La Escritura dice (Eccli., 10, 15): Principio de todo mal es la soberbia, y quien la tuviere será lleno de maldiciones: quiere decir, de pecados y de castigos.
De un solitario leemos, al cual el demonio apareció mucho tiempo en figura de Ángel de Dios, y le decía muchas revelaciones, y hacía que cada noche relumbrase la celda, como si en ella hubiera lumbre de alguna vela o candil; después de todo lo cual lo persuadió que matase a su propio hijo, para que fuese igual en merecimientos al Patriarca Abraham. Lo cual el solitario engañado se aparejaba a hacer, si el hijo que lo sospechó no se fuera huyendo.
A otro apareció también en figura de Ángel, y le dijo mucho tiempo muchas verdades para acreditarse con él; y después dijóle una gran mentira contra la fe, la cual el otro engañado creyó.
También leemos de otro, que después de haber vivido cincuenta años con muy singular abstinencia, y con guarda de soledad más estrecha que cuantos estaban en aquel yermo, le hizo el demonio entender en figura de Ángel que se echase en un hondísimo pozo, para que por experiencia probase que a quien tanto había servido a Dios como él, ni aquello ni otra cosa le podía empecer (empecer: dañar). Todo lo cual él creyó, y lo puso por obra; y siendo con mucho trabajo sacado medio muerto del pozo, y siendo amonestado por los santos viejos del yermo que se arrepintiese de aquello, porque había sido ilusión del demonio, no lo quiso creer ni hacer. Y lo que peor es, que aunque murió al tercero día, tenía tan metido el engaño en su corazón, que aun viéndose morir por causa de la caída, creyó todavía que había sido revelación de Ángel de Dios.
¡Oh, cuánto conviene a los aprovechados en la virtud vivir en el santo recelo de sí, como gente, que aunque tengan conjeturas de que están bien con Dios, mas no certidumbre; ni saben si son dignos de amor o de aborrecimiento en el tiempo presente, y menos lo que será de ellos en el tiempo que les resta de vivir! Y especialmente se deben de guardar mucho de creerse a sí mismos, acordándose de aquella profunda sentencia de San Agustín:. «La soberbia merece ser engañada.»
Y, si como os he contado estos engaños pasados, os hubiese de contar los que han acaecido en tiempos presentes, ni se podrían escribir en pequeño libro, ni los podríades leer sin mucho cansancio. Por una parte es así, según lo podemos juzgar, que llueve Dios en los corazones de muchos aguas de misericordias particulares, con que no sólo hacen frutos exteriormente buenos, mas aun tienen con el Señor comunicación interior, y tan familiar, que con dificultad podrá ser creído. Y por otra parte se tiene también experiencia, que trae el demonio, permitiéndolo Dios, particular diligencia en estos tiempos, para engañar con falsos sentimientos y falsas hablas, exteriores e interiores, y con falsa luz de entendimiento a los que son soberbios y amigos de su parecer, con título que es parecer de Dios; y aun también para ejercitar por diversas vías a los que con humildad y cautela sirven a Dios. Por lo cual en aquestos tiempos, en los cuales parece haberse soltado Satanás, como dice San Juan (Apoc., 20, 3), conviene que haya diligencia doblada en les que sirven a Dios, para no creer fácilmente estas cosas, y profunda humildad y santo temor, para que Dios no los deje engañar; y procurar luego de dar cuenta de lo que sienten y pasa en ellos a sus Prelados y mayores, que les pueden enseñar la verdad.
El Profeta dice (Ps., 13, 3) que debajo de la lengua de los malos hay ponzoña de víboras;¿cuánto mayor la habrá en el lenguaje del demonio, más malo que todos los malos? Y si él nos ensalzare de (de: por) los bienes que tenemos, humillémonos nosotros mirando los males que hacemos y que hicimos; los cuales fueron tantos, que si el Señor por su gran misericordia no nos fuera a la mano, y nos saliera al camino en que tan de corazón caminábamos, para quitarnos de él, como hizo a San Pablo, fuéramos creciendo en maldades como en edad, hasta que los infernales tormentos fueran pequeños para nuestro castigo, i Oh abismo de misericordia!, ¿y qué te movió a dar voces desde el cielo en nuestro corazón y decir (Act., 9, 4): ¿Por qué me. persigues con tu mala vida? Con las cuales nos derribaste de nuestra soberbia, y nos hiciste saludablemente temer y temblar, y que con dolor de haberte ofendido y deseo de agradarte te dijésemos: Señor, ¿qué quieres que haga? Y quieres Tú, Señor, que el remedio de nuestros males lo esperemos de Ti, mediante las medicinas de tu palabra y Sacramentos que tus ministros en tu Iglesia dispensan, y mandas que vayamos a ellos, como San Pablo a tu siervo Ananias. Así, que sabemos muy bien que la perdición fue de nosotros, y el remedio fue tuyo (Oseas, 13, 9). Y confesamos que tu infinita bondad te hizo llamar para Ti los que tan vueltas tenían las espaldas a Ti, y acordarte de los olvidados de Ti, haciendo mercedes a los que merecían tormentos, tomando por hijos a los que habían sido malos esclavos, y aposentando tu Real Persona en los que primero fueron hediondos, y establo de suciedades. Estos males que entonces hicimos, nuestros eran; y si otra cosa somos, por Dios y en Dios lo somos, como dice el Apóstol (Efes., 5, 8): Erades algún tiempo tinieblas, mas ahora luz en el Señor.
Conviene, pues, acordarnos del miserable estado en que por nuestra flaqueza nos metimos, si queremos estar seguros en el dichoso estado en que por su misericordia Dios nos ha puesto; creyendo muy de verdad que lo mismo haríamos que entonces hicimos, si la poderosa y piadosa mano de Dios de nos se apartase. Y si miramos a los muchos peligros a que estamos sujetos por nuestra flaqueza, no osaríamos del todo alegrarnos con el bien que de presente tenemos, por el temor de los pecados que podemos hacer. Y entenderemos cuan sano consejo es el de la Escritura(Pr., 28, 14): Bienaventurado el varón que siempre está temeroso. Item (Philip., 2): Obrad vuestra salud con temblor y temor. Y (1 Cor., 10): El que está en pie, mire no caiga. Gemido ha de costar el pecado cometido para ser perdonado; y temor ha de costar el que está por hacer para que de él seamos librados; como se figura muy bien (Gen., 33) en el temor que tuvo Jacob a Esaú, cuando de Mesopotamia venía, aunque Dios le había mandado venir.
Grande alegría mostraron los hijos de Israel, y devotos cantares hicieron a Dios, cuando tan gran maravilla hizo con ellos, que los pasó por el mar a pie enjuto (Ex. 15); y parecíales, que pues en tan gran peligro no habían peligrado, ninguna cosa había de ser bastante para los derribar ni impedir que alcanzasen la tierra por Dios prometida. Mas la experiencia salió de otra manera; porque después de aquel gran favor sucedieron tentaciones y pruebas; y fueron hallados flacos e impacientes en la prueba y pelea los que habían sido devotos y alegres después de la pasada del mar. Y porque no alcanzan la corona prometida por Dios sino los que son hallados fieles en las pruebas que les envía, éstos no la alcanzaron porque no lo fueron; mas en lugar de la vida prometida, fueron castigados con morir en el desierto.
¿Quién será, pues, tan desatinado que, ahora mire a la vida pasada, ahora a la que le resta de vivir, que ose alzar su cabeza a tomar alguna soberbia, pues en lo pasado ve que tan miserablemente cayó, y en lo por venir a tantos temores está sujeto? Y si bien conociere y sintiere la verdad de cómo todo lo bueno viene de Dios, verá que el tener dones de Dios no ha de ensalzar vanamente al que los tiene, mas abajarle más, como quien más agradecimiento y servicio debe. Y cuando piensa que creciendo las mercedes, crece la cuenta que ha de dar de ellas», como San Gregorio dice, parécenle los bienes que tiene una carga pesada, que le hace gemir y ser más cuidadoso y humilde que antes.
Y porque es tanta nuestra liviandad, y tenemos tan metida en los huesos la secreta soberbia, que fuerzas humanas no bastan a limpiarnos del todo de este pecado, debemos pedir a Dios este don, suplicándole importunamente no nos permita caer en tan gran traición, que nosotros seamos robadores de la honra que de todo lo bueno a Él es debida. Con el ayuno se sanan las pestilencias de la carne, y con la oración las del ánima. Y por eso conviene al que esta pestilencia siente en su ánima, orar con toda diligencia y continuación, y presentarse delante del acatamiento de Dios, suplicándole le abra los ojos para conocer la verdad de quién sea Dios y de quién sea él, para que ni atribuya a Dios algún mal, ni atribuya a sí algún bien. Y así estará lejos de oír el falso lenguaje del soberbio demonio, que con la propia estima lo querría engañar; mas oye la verdad de Dios, que dice (2 Cor., 10, 18) que la verdadera honra y estima de la criatura no consiste en sí misma, mas en recibir mercedes y ser estimada y amada de su Criador.
Y porque adelante se hablará más largo de esta materia cuando se hable del propio conocimiento (Cap. 57), no os diré más ahora.
CAPITULO 18
De otro laso, contrario al pasado, que es la desesperación con que el demonio pretende vencer al hombre; y cómo nos habremos contra él.
Otra arte suele tener el demonio contraria a esta pasada; la cual es, no haciendo ensalzar el corazón, mas abajándolo y desmayándolo, hasta traerlo a desesperación; y esto hace trayendo a la memoria los pecados que el hombre ha hecho, y agravándolos cuanto puede, para que el tal hombre, espantado con ellos, caiga desmayado como debajo de carga pesada, y así se desespere. De esta manera hizo con Judas, que al hacer el pecado quitóle delante la gravedad de él, y después trájole a la memoria cuan gran mal era haber vendido a su Maestro, y por tan poco precio, y para tal muerte; y así cególe los ojos con la grandeza del pecado, y dio con él en el lazo, y de allí en el infierno.
De manera que a unos ciega con las buenas obras, poniéndoselas delante y escondiéndoles sus males, y así los engaña con la soberbia; y a otros escondiéndoles que no se acuerden de la misericordia de Dios, y de los bienes que con su gracia hicieron, y tráeles a la memoria sus males, y así los derriba con desesperación.
Mas así como el remedio de lo primero fue, queriéndonos él vanamente alzar en el aire, asirnos nosotros más a la tierra, considerando, no nuestras plumas; de pavón, mas nuestros lodosos pies de pecados que hemos hecho, o haríamos, si por Dios no fuese, así en estotro engaño es el remedio quitar los ojos de nuestros pecados, y ponerlos en la misericordia de Dios y en los bienes que por su gracia hemos hecho. Porque en el tiempo que nuestros pecados nos combaten con desesperación, muy bien hecho es acordarnos de los bienes que hemos hecho o hacemos, según tenemos ejemplo en Job (13, 18), y en el rey Ezequías (4 Reg., 20, 3). Y esto, no para poner confianza en nuestras buenas obras en cuanto son nuestras, porque no caigamos en un lazo huyendo de otro, mas para esperar en la misericordia de Dios, que pues Él nos hizo merced de que hiciésemos el bien con su gracia, Él nos lo galardonará, aun hasta el jarro de agua que por suamor dimos; y que, pues nos ha puesto en la carrera de su servicio, no nos dejará en la mitad de ella; pues sus obras son acabadas (Deut., 32, 4), como Él lo es; y más hizo en sacarnos de su enemistad, que en conservarnos en su amistad. Lo cual nos enseña San Pablo diciendo (Rom., 5, 10): Si cuando éramos enemigos fuimos hechos amigos con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que somos hechos amigos, seremos salvos en la vida de Él. Cierto, pues su muerte fue poderosa para resucitar a los muertos, también lo será su vida para conservar en vida a los vivos. Si nos amó desamándole nosotros, no nos desamará, pues le amamos. De manera, que osemos decir lo que dice San Pablo (Philip., 1, 6): Confío que Aquel que comenzó en nosotros el bien, lo acabará hasta el día de Jesucristo. Y si el demonio nos quisiere turbar con agravarnos los pecados que hemos hecho, miremos que ni él es la parte ofendida, ni es tampoco el juez que nos ha de juzgar. Dios es a quien ofendimos cuando pecamos, y Él es el que ha de juzgar a hombres. Y, por tanto, no nos turbe que el acusador acuse; mas consolémonos, que el que es parte y Juez, nos perdona y absuelve, mediante nuestra penitencia, y sus ministros y Sacramentos. Esto dice San Pablo así (Rom., 8): Si Dios es por nos, ¿quién será contra nos? El cual a su propio Hijo no perdonó, mas por todos nosotros lo entregó. ¿Pues cómo es posible que dándonos a su Hijo, no nos haya dado con Él todas las cosas? ¿Quién acusará contra losescogidos de Dios? Dios es el que justifica; ¿quién habrá que condene? Todo esto dice San Pablo. Lo cual bien considerado, debe esforzar a nuestro corazón a esperar lo que falta, pues tales prendas de lo pasado tenemos.
Ni nos espanten nuestros pecados, pues el Eterno Padre castigó por ellos a su Unigénito Hijo, para que así viniese el perdón sobre quien merecía el castigo, si el tal hombre se dispusiere a lo recibir. Y pues Él nos perdona, ¿qué le aprovecha al demonio que dé voces pidiendo Justicia? Ya una vez fue hecha justicia en la cruz de todos los pecados del mundo; la cual cayó sobre el inocente Cordero, Jesucristo nuestro Señor, para que todo culpado que quisiere llegarse a Él y gozar de su redención por la penitencia, sea perdonado. Pues ¿qué justicia seria castigar otra vez los pecados del penitente con infierno, pues ya una vez fueron suficientemente castigados en Jesucristo? Y digo castigar con infierno, porque hablo del penitente bautizado, que por vía del Sacramento de la Penitencia recibe perdón y la gracia perdida, conmutándosele ordinariamente la pena del infierno, que es eterna, en pena temporal, que en esta vida satisfaga con buenas obras, o en el purgatorio padeciendo las penas de allá. Mas no piense nadie que no quitarse toda la pena, sea por falta de la redención del Señor, cuya virtud está y obra en los Sacramentos; porque copiosa es, como dice Santo Rey y Profeta David (Ps., 129, 7); mas es por falta del penitente, que no llevó disposición para más. Y tal dolor y vergüenza puede llevar, que de los pies del confesor se levante perdonado de toda la culpa y de toda la pena, como si recibiera el santo Bautismo, que todo esto quita a quien lo recibe aun con mediana disposición. Sepan todos que el óleo que nos dio nuestro grande Elíseo (4 Reg., 4, 1-7), Jesucristo nuestro Señor, cuando nos dio su Pasión, que obra en sus Sacramentos riquísimos, es para poder pagar con él todas nuestras deudas, y vivir en vida de gracia, y después de gloria. Mas es menester que nosotros, como la otra viuda, llevemos vasos de buenas disposiciones, conforme a los cuales recibirá cada uno el efecto de su sagrada Pasión, que, en sí misma, bastantísima es, y aun sobrada.
CAPITULO 19
Da lo mucho que nos dio el Eterno Padre en darnos a Jesucristo nuestro Señor; y cuánto lo deberíamos agradecer y aprovecharnos de esta merced, esforzándonos con ella para no admitir la desesperación con que el demonio suele combatirnos.
Mucha razón tiene Dios de quejarse, y sus pregoneros para reprender a los hombres, de que tan olvidados estén de esta merced, digna que por ella se diesen gracias a Dios de noche y de día. Porque, como dice San Juan (3, 16): Así amó Dios al mundo, que dio a su Unigénito Hijo, para que todo hombre que creyere en Él y le amare, no perezca, mas tenga la vida eterna. Y en esta merced están encerradas las otras, como menores en la mayor, y efectos en causa. Claro es que quien dio el sacrificio contra los pecados, perdón de pecados dio cuanto es de su parte ; y quien el Señor dio, también dio el señorío; y, finalmente, quien dio su Hijo, y tal hijo dado a nosotros, y nacido para nosotros (Nobis datus, nobis natus: Hymno --- Pange, lingua), no nos negará cosa que necesaria nos sea. Y quien no la tuviere, de sí mismo se queje, que de Dios no tiene razón. Que para dar a entender esto, no dijo San Pablo: Quien el Hijo nos dio todas las cosas nos dará con Él; mas dijo: Todas las cosas nos ha dado con Él; porque de parte de Dios todo está dado, perdón, y gracia y el cielo. ¡Oh hombres!, ¿por qué perdéis tal bien, y sois ingratos a tal Amador y a tal dádiva, y negligentes a aparejaros para recibirla? Cosa sería digna de reprensión que un hombre anduviese muerto de hambre y desnudo, lleno de males; y habiéndole uno mandado en su testamento gran copia de bienes, con que podía pagar, y salir de sus males, y vivir en descanso, se quedase sin gozar de ellos por no ir dos o tres leguas de camino a entender en el tal testamento. La redención hecha está tan copiosa, que, aunque perdonar Dios las ofensas que contra Él hacen los hombres, sea dádiva sobre todo humano sentido, mas la paga de la Pasión y muerte de Jesucristo nuestro Señor excede a la deuda del hombre en valor, mucho más que lo más alto del cielo y a lo más profundo del suelo. Como dice San Agustín: «Azotes debía el hombre culpado, y ser preso, y escarnecido y muerto; ¿pues no os parece que están bien pagados con azotes y tormentos y muerte de un hombre, no sólo justo, mas que es hombre y Dios?
Inefable merced es que adopte Dios por hijos los hijos de los hombres, gusanillos de la tierra. Mas para que no dudásemos de esta merced, pone San Juan (I, 14) otra mayor, diciendo:La palabra de Dios es hecha carne. Como quien dice: No dejéis de creer que los hombres nacen de Dios por espiritual adopción, mas tomad, en prendas de esta maravilla, otra mayor, que es el hijo de Dios ser hecho hombre, e hijo de una mujer.
También es cosa maravillosa que un hombrecillo terrenal esté en el cielo gozando de Dios, y acompañado de ángeles con honra inefable; mas mucho más fue estar Dios puesto en tormentos y menosprecios de cruz, y morir entre dos ladrones; con lo cual quedó la Justicia divina tan satisfecha, así por lo mucho que el Señor padeció, como principalmente por ser Dios el que padeció, que nos da perdón de lo pasado, y nos echa bendiciones con que nuestra esterilidad haga fruto de buena vida y digna del cielo; figurada en el hijo que fue dado a Sara (Gen., 18, 10), vieja y estéril. Porque el becerro cocido en la casa de Abraham (Gen., 18, 7), que es Jesucristo, crucificado en el pueblo que de Abraham venía, fue a Dios tan gustoso, que de airado se tornó manso y la maldición conmutó en bendición, pues recibió cosa que más le agradó, que todos los pecados del mundo le pueden desagradar.
Pues ¿por qué desesperas, hombre, teniendo por remedio y por paga a Dios humanado, cuyo merecimiento es infinito? Y muriendo, mató nuestros pecados, mucho mejor que muriendo Sansón murieron los filisteos (Judi., 16, 30). Y aunque tantos hubiésedes hecho tú como el mismo demonio que te trae a desesperación, debes esforzarte en Cristo, Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo (Jn., 1, 29); del cual estaba profetizado que había de arrojar todos nuestros pecados en el profundo del mar (Mich., 7, 19), y que había de ser ungido el Santo de los santos, y tener fin el pecado, y haber sempiterna justicia (Dan., 9, 24). Pues si los pecados están ahogados, quitados y muertos, ¿qué es la causa por que enemigos tan flacos y vencidos te vencen, y te hacen desesperar?
CAPITULO 20
De algunas cosas que suele traer el demonio contra el remedio ya dicho para desmayarnos; y cómo no por eso debemos perder el ánimo, antes animarnos más, mirando la infinita misericordia del Señor.
Mas ya oigo, hombre, lo que tu flaqueza responde a lo dicho. Que ¿ qué te aprovecha a ti que Cristo haya muerto por tus pecados, si el perdón no se aplica a ti? Y que, con haber muerto Cristo por todos los hombres, están muchos en el infierno, no por falta de su redención, que escopiosa (Ps., 129, 7), mas por no aparejarse los hombres a la recibir; y por esta parte es tu desesperación.
A lo cual digo, que aunque dices verdad, no te aprovechas bien de ella. San Bernardo dice, que para tener uno testimonio de buena conciencia, que le dé alegría de buena esperanza, no basta creer en general que por la muerte de Cristo se perdonan los pecados, mas es menester confiar y tener conjeturas que se aplica el perdón al tal hombre en particular, mediante las disposiciones que la Iglesia enseña; pues que con creer lo primero puede desesperar, mas no con tener lo segundo; porque esperando, no puede desesperar. Mas debes mirar que es mucha razón que, viendo tú las entrañas del celestial Padre abiertas para dar a su Hijo, como lo dio, y viendo tal costa hecha y el Cordero divino ya muerto para que tú comas de Él y no mueras, debes desechar de ti toda pusilanimidad y pereza, y procurar de aprovecharte de la redención, confiando que te ayudará Dios para ello. Y pues que, para ser tú perdonado, no es menester que Cristo trabaje de nuevo, ni muera por ti, ni padezca poco ni mucho, ¿por qué piensas que ha de querer que, pues está hecha la costa de su convite, falten convidados para le comer? No es así, cierto, ni es de su voluntad que el pecador muera, mas que y porque así se hiciese, Él perdió su vida en la cruz.
Y no pienses que, lo que has menester hacer para gosar de su redención, es alguna cosa imposible, o tan dificultosa que desesperes de salir con ella, según eres flaco; un gemido de corazón que a Dios des con dolor por haber ofendido a tal Padre, y con intención de la enmienda;manifiesta tus pecados a un sacerdote que te pueda absolver, y oirán aun tus orejas de carne, para mayor consolación tuya, la sentencia de tu proceso, por la cual te digan: Yo te absuelvo de toaos tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
Y si aun te parece que tu dolor no es tan cabal como había de ser, y por esto desmayas, no te fatigues; porque es tanta la gana que el Señor tiene de tu salvación, que suple Él nuestras faltas con el privilegio que dio a su Sacramento, para hacer del atrito contrito (Del atrito, contrito. La atrición, junto con el sacramento de la penitencia, perdona el pecado e infunde la gracia santificante; y así equivale a la contrición perfecta). Y si te parece que aun para hacer esto poco no eres, dígote que no presumas de lo hacer tú a solas, mas llama al celestial Padre, y pídele que, por Jesucristo su Hijo, te ayude a dolerte de la vida pasada, y a proponer la enmienda de lo por venir, y a bien confesarte, y, finalmente, para todo lo que has menester. Y Él es tal, que no hay por qué esperar de sus manos sino toda blandura y socorro, pues el mismo que da el perdón inspira la disposición para ello.
Y si con todo esto no sientes consuelo, aunque oíste la sentencia de tu absolución, no te desmayes, ni dejes lo comenzado: que si en una confesión no sentiste consuelo, en otra o en otras lo sentirás, y se cumplirá en ti lo que dijo David penitente (Ps., 50): A mi oído darás gozo y alegría, y gozarse han mis huesos humillados. Cierto, así pasa, que las palabras de la absolución sacramental, ya que no den a un hombre tanta certidumbre del perdón, que tenga de ello fe ni evidencia, mas danle tal reposo y consuelo, con que se pueden alegrar las fuerzas de su ánima. que por el pecado estaban humilladas y quebrantadas.
No cese el hombre de buscar el perdón; que si en la demanda porfía, el Padre de las misericordias saldrá al encuentro a su hijo pródigo, y se lo dará y le vestirá con celestial ropa de gracia, y se holgará de ver ganado a su hijo por la penitencia, que estaba perdido por el pecado(Lc., 15, 20). Y no sea a nadie increíble que Dios usa con los pecadores leyes do tanta blandura y dulzura, sacadas de su bondad y verdaderísimo amor, pues que usó con su Hijo leyes de tanto (rigor, que queriéndolo tanto como a sí mismo, y siendo quien es, y pagando por pecados ajenos, no le hizo suelta de un solo pecado, de que su justicia quedase por satisfacer. Y por esto, como un león, aunque bravo, si está bien harto y contento, no hace daño a los animales; que si hambriento estuviera, se los tragara; así la divina Justicia, con el satisfecho (El satisfecho: la satisfacción, hartura) que tiene en Jesucristo, Cordero divino, no hace mal a los que ve llegarse a Él para incorporarse en su cuerpo, ni impide a la misericordia para que haga en ellos según su costumbre. Y de aquí viene, que en lugar de airado Juez, nos sea Dios piadoso Padre.
CAPITULO 21
En que se prosigue la grandeza de la misericordia de Dios, que usa con los que le piden perdón de corazón. Es una consideración bastante para vencer toda desesperación.
Peligrosa ponzoña bebe quien hace pecado; feísima y terrible faz tiene para espantar a quien de verdad lo conoce, y muy bastante para desmayar a cualquier hombre, por fuerte que sea, si se para a considerar con vivo sentido lo que ha hecho, y contra quién lo ha hecho, y las promesas del bien que ha perdido, y amenazas del mal que están sobre su cabeza. Mirando las cuales cosas David, aunque hombre esforzado, dice (Ps., 39, 13): Mi corazón se me ha desmayado. Mas este mal tan grande no lo deja Dios sin remedio, según hemos dicho. Y porque tome este remedio la persona que lo hubiere menester, manifestaré algo de las grandezas de la misericordia de Dios, de que usa con los pecadores que le piden perdón.
El demonio hará de las suyas, y asombraros ha, según hemos dicho, con la muchedumbre y grandeza de vuestros pecados. No le respondáis vos, mas volveos a Dios y decidle (Ps., 24, 11):Por tu nombre, Señor, me perdonaras mi maldad, porque mucha es. Y si Dios os da a sentir el misterio de aquestas palabras, cierto, estaríades bien lejos de desesperar, por mucho que hayáis pecado. ¿Visteis nunca, u oísteis tribunal de juez, donde siendo uno acusado de muchos y grandes pecados, con intención de que sea condenado y castigado según él merece, él mismo confiese sus culpas, y conceda su acusación, y tome por medio para que le absuelvan, la confesión de aquello que el acusador mucho exageraba, y en que estribaba para lo condenar? Dice el culpado al juez:Señor, yo concedo y confieso que he pecado mucho, mas vos me perdonaréis por la honra de vuestro nombre; y sale con ello por parte de Dios, y por parte de sí.
El Señor Dios tiene justicia y misericordia; y cuando mira nuestras culpas con su justicia, provócanle a ira; y mientras más pecados tenemos, a mayor castigo le provocamos. Mas cuando mira nuestros pecados con misericordia, no le mueven a ira, sino a compasión ; porque no los mira como a ofensa suya, sino como a mal maestro; y como ningún mal nos puede venir que tanto daño nos haga como el pecar, ninguno es materia de misericordia tan a lo propio, como la culpa, mirándola según he dicho. Y cuanto más hemos pecado, tanto más nos hemos hecho más mal, y tanto más se provoca a misericordia el corazón que la tiene y quiere usar de ella, como lo es el corazón del Señor misericordioso y hacedor de misericordias. ■ Ahora sabed, que en una de dos maneras se han los hombrea que mucho han pecado.—Unos, desesperados de remedio, cómo Caín, vuelven las espaldas a Dios y entrégame, como dice San Pablo (Ephes., 4, 19), a toda suciedad y pecado, y enduréceseles cada día más su corazón para todo bien, hasta que, cuando vienen al profundo de los pecados, no Se les da nada de ellos, gloriándose en su malicia, y tanto más dignos de ser llorados cuanto ellos menos se lloran. Lo que a éstos acaecerá es lo que la Escritura dice (Eccli., 3, 27): Al corazón duro, mal le irá en sus postrimerías. ¡Y ay de aquel que este mal ha de probar, que muy mejor le fuera no haber nacido!—Otros hay, que habiendo hecho muchos pecados, tornan sobre sí con el socorro de Dios, e hiriendo su corazón con dolor, y llenos do confusión y vergüenza, humíllanse delante de la misericordia de Dios, tanto con mayor humildad y gemido, cuanto han sido sus pecados más y mayores.
Y como Dios tenga sus ojos puestos en el corazón contrito y humillado (Ps., 50, 19), y dé su gracia a los tales humildes (Jac., 4, 6), da mayor gracia a los más humildes. Y la ocasión de ello fue haber pecado muchos pecados, los cuales ellos confiesan y gimen; mas no desesperan, y alegan delante la misericordia de Dios, que pues su miseria y daño es muy grande, sea con ellos lamisericordia de Él copiosa y muy grande. Y así decía David: Ten, Señor, misericordia de mí según tu gran misericordia. Y como Dios, según hemos dicho, mira con ojos de misericordia al pecador contrito y humillado, da aquí mayor perdón y mayor gracia, que donde no hay tantos pecados ni tanta humildad; cumpliéndose lo que dijo San Pablo (Rom., 5), que donde el pecado abundó, la gracia sobrepujó; y resulta la mayor caída del nombre en mayor alabanza de Dios, pues le da mayor perdón y más gracia.
¿Quién, pues, habrá que esto entienda, que se desespere por tener muchas deudas, pues que ve que la liberalidad y merced del Señor es manifestada y más glorificada en dar mayor suelta, y que toma Dios por honra de su nombre el perdonar, y perdonar mucho? Antes, conociendo que es cosa justa que el Señor y su nombre sean glorificados, diremos, no con desesperación, mas muy confiados (Ps., 24): Por tu nombre, Señor, me perdonarás mi pecado, porque es mucho. Y la gloria que de aquí Dios saca, no nace de nuestro pecado, pues que de sí mismo es desprecio y desacato de Dios; mas procede de la omnipotente bondad divinal, que saca bien de los males, y hace que le sirvan sus enemigos con dar materia para que sus amigos le alaben.
Acordaos, que estando el pueblo de Dios, cuando de Egipto salió, en muy grande aprieto, y que esperaban la muerte de mano de los enemigos que tras ellos venían, díjoles Moisés (Ex., 14, 13): No temáis, porque estos gitanos (gitanos: egipcios) perecerán, y nunca más los veréis. Y como la mar ahogase a los gitanos (gitanos: egipcios) y los echase a la orilla, paráronselos a mirar los hijos de Israel; y aunque los vieron, viéronlos muertos, y tan sin temor de mirarlos, como si nunca más los miraran ; y tomaron ocasión de dar gloria a quien los mató, y dijeron (Ex., 15, 1):Cantemos al Señor, porque gloriosamente ha sido engrandecido: que al caballo y al caballero ahogádolos ha en el mar. Todo lo cual es figura de aquel aprieto en que nuestros pecados nos ponen, representándosenos como enemigos muy fuertes que nos quieren matar y tragar; mas la divina palabra, llena de toda buena esperanza, nos esfuerza diciendo que no desesperemos ni tornemos atrás a los vicios de Egipto, mas que siguiendo el propósito bueno, con que comenzamos el camino de Dios, estemos en pie confortados con su socorro, para que veamos sus maravillas; las cuales son, que en la mar de su misericordia, y en la sangre bermeja de Jesucristo su Hijo, son ahogados nuestros pecados; y también el demonio que caballero en ellos venía, para que ni él ni ellos nos puedan dañar; antes acordándonos de ellos, aunque nos duelan como es razón, nos den ocasión que demos gracias y gloria al Señor Dios nuestro por habernos sido piadoso Padre en nos perdonar, y sapientísimo en sacar bienes de nuestros males, matando de verdad el pecado que nos mataba. Y lo que queda vivo de él que es la memoria de lo haber cometido, hace que sirva para que sus escogidos sean más aprovechados que antes, y ensalzadores de la honra de Dios.
CAPITULO 22
Donde se prosigue el tratar de la misericordia que el Señor usa con nosotros, venciendo su Majestad nuestros enemigos por admirable manera.
Esta admirable hazaña de Dios, que saca triaca de la ponzoña contra la misma ponzoña, sacando del pecado la destrucción del mismo pecado, nace y tiene semejanza de otra hazaña que el Altísimo hizo, no menor, sino mayor que ésta y que todas; la cual fue la obra de su Encarnación y Pasión. En la cual no quiso Dios pelear con sus enemigos con armas de la grandeza de su Majestad, mas tomando las armas de nuestra bajeza, vistiéndose de carne humana, que aunque limpia de todo pecado, fue semejante a carne de pecado (Rom., 8, 3), pues fue sujeta a penas y muerte, lo cual el pecado metió en el mundo. Y con estas penas y muerte, que sin deberlas tomó, venció y destruyó nuestros pecados; destruidos los cuales, se destruyen penas y muerte, que entraron por ellos; como si uno pegase fuego a un tronco de un árbol con los mismos ramos del árbol, y así quemase el tronco y los ramos. ¡Cuan engrandecida, Señor, es tu gloria! Y ¡ con cuánta razón te debemos cantar y alabar, mejor que al otro David, pues sales al campo contra Goliath que ponía en aprieto al pueblo de Dios, sin haber quien lo pudiese vencer, ni aun osase entrar en campo con él! (1 Reg., 17.) Mas tú, Señor, Rey nuestro y honra nuestra, disimulando las armas de tu omnipotencia y vida divina, que en cuanto Dios tienes, peleaste con él; tomando en tus manos el báculo de tu cruz, y en tu santísimo cuerpo cinco piedras, que son cinco llagas, lo venciste y lo mataste. Y aunque fueron cinco las piedras, sola una bastaba para la victoria; porque aunque menos pasaras de lo que pasaste, había merecimientos en Ti para nos redimir. Mas Tú, Señor, quisiste que tu redención fuese copiosa y que sobrase, para que así fuesen confortados los flacos y encendidos los tibios, con ver el excesivo amor con que padeciste ymataste nuestros pecados; figurados en Goliath, al cual mató David, no con espada propia que él llevase, mas con la misma que el gigante tenía; por lo cual la victoria fue más gloriosa, y el enemigo más deshonrado. Mucha honra ganara el Señor si, con sus propias armas de vida y omnipotencia divina, peleara con nuestros pecados y muerte, y los deshiciera; mas mucha más ganó en vencerlos sin sacar Él su espada, antes tomando la misma espada y efecto del pecado,que son penas y muerte, condenó al pecado en la carne (Rom., 8, 3) ofreciendo Él su carne para que fuese penada y tratada como si fuera carne de pecador, siendo carne de justo y de Dios, para que por esta vía, como dice San Pablo, la justificación de la Ley se cumpliese en nosotros, que no andamos según la carne, mas según el espíritu.
Y pues la justificación de la Ley se cumple en nosotros, por andar según el espíritu, claro es que estas tales obras con que se cumple la Ley son cuales ella las pide, y con las cuales ella se satisface. Y así consta haber falsamente hablado quien dijo que «todas las obras que hacía un justo eran pecado» (Tal es el error grande y herético de Martín Lutero, que desconoció el efecto santificador producido el alma por la gracia divina y sobrenatural que Jesucristo nos mereció con su preciosísima sangre). Cristo venció perfectamente al pecado, mereciéndonos perdón para los hechos, y fuerza para no los hacer. Y así libró nuestra ánima de la Ley del pecado, pues no le tenemos ya por señor. Y librónos del daño de las penas, pues que, dándonos gracia para sufrirlas, satisfacemos con ellas la pena que en purgatorio debemos, y ganamos en el cielo coronas (en esta vida presente y mortal, ya que en el purgatorio ya no se puede merecer). Y también nos libró de la Ley de la muerte; porque aunque hayamos de pasar por ella, no hemos de permanecer en ella, mas como quien se echa a dormir, y después recuerda, nos ha el Señor de resucitar para vivir una vida que nunca más muera, y tan bienaventurada que reformará el cuerpo de nuestra bajeza, y lo hará conforme al cuerpo de su claridad (Phil., 3, 21). Y entonces, alegres y asegurados del todo, despreciando nuestros enemigos y triunfando, diremos (1 Cor., 15, 55): Muerte, ¿qué es de tu victoria? Muerte, ¿qué es de tu aguijón? El cual es el pecado, en quien la muerte tiene su fuerza para herir, como la abeja en su aguijón, pues por el pecado entró la muerte en el mundo (Rom., 5, 12). El un enemigo y el otro, que solían enseñorearse y herir a las gentes, ahogados quedan en la sangre bendita de Jesucristo, y muertos con su muerte preciosa. Y en lugar de ellos, sucede sempiterna justicia con que el ánima aquí es justificada, y después sucede vista de Dios, faz a faz en el cielo (por la luz de la gloria), y vida bienaventurada en cuerpo y ánima para siempre.
¿Qué diremos a estas cosas, doncella, sino lo que nos enseña San Pablo diciendo (1 Cor.,15, 57): ¡Gracias a Dios que nos dio victoria por Jesucristo! Al cual adorad, y con corazón amoroso y agradecido decidle: Toda la tierra te adore, y te cante, y diga cantar a tu nombre(Ps. 65, 4). Y decidlo muchas veces al día, y en especial cuando en el altar es alzado su sacratísimo Cuerpo por manos del sacerdote.
CAPITULO 23
Del grande mal que hace en el ánima la desesperación; y cómo conviene vencer este enemigo con espiritual alegría, y diligencia y fervor en el servicio de Dios.
Es la desesperación y caimiento del corazón tiro tan peligroso de nuestro enemigo, que cuando yo me acuerdo de los muchos daños que por ella han venido a conciencias de muchos, deseo hablar algo más en el remedio de aqueste mal, si por ventura resultare algún provecho.
Acaece así, que hay personas que andan cargadas con muchedumbre de grandes pecados, y ni saben qué es desesperación, ni aun un poco de temor, ni les pasa por pensamiento, sino andan asegurados con una falsa esperanza y presunción loca, ofendiendo a Dios y no temiendo castigo. Y si la misericordia de Dios luce en sus ánimas, y comienzan a ver la grandeza de sus males, siendo razón, que pues piden a Dios misericordia con deseo de enmienda, v reciben el beneficio y consuelo de los Sacramentos, con esto estuviesen esforzados para contra lo pasado, y para lo que en el camino de Dios se les pudiese ofrecer; tienen extremo de demasiado temor, como antes lo tenían de falsa seguridad; no entendiendo que los que a Dios ofenden y no se arrepienten, tienen por qué temer y temblar, aunque todo el mundo les favorezca, pues tienen provocada contra sí la ira del Omnipotente, al cual no hay quien resista; y que los que se humillan a Dios y reciben sus santos Sacramentos y quieren hacer su voluntad, deben tener, como dicen, un ánimo de león, pues les está mandado que con estas prendas confíen que Dios es con ellos. Al cuál, como lo tienen por enemigo de malos, y por haberlo ellos sido, por eso temen, es mucha razón que lo tengan por amigo de buenos, y que por aquella buena voluntad que les ha dado, pueden confiar que lo es de ellos y lo será, acrecentando el bien que Él mismo plantó, y perfeccionando lo que comenzó. Cierto, es así, que en diciendo un hombre de verdad lo que decía David (Ps., 118, 48): Alcé mis manos para obrar tus mandamientos, que yo amé, pone Dios sus ojos y corazón donde el hombre pone sus manos, para favorecer al tal hombre; y como quien es bueno por infinita bondad, acoge debajo su amparo y de su bando al que quiere pelear por su honra, haciendo guerra a sí mismo por dar contentamiento a Dios.
Y aunque es verdad que cuando el hombre comienza a servir a Dios con llamamiento particular suyo, que le incite a—despreciadas todas las cosas—buscar la margarita del Evangelio (Mí., 13, 45) con perfección de vida espiritual, se levantan contra el tal hombre tales asechanzas y guerras de los demonios por sí y por medio de malos hombres, y le ponen en tal aprieto, que al primer paso que se levanta de tierra, y pone el pie en la primera de las quince gradas para subir a la perfección, es constreñido a decir (Ps., 119, 1): Como fuese atribulado, llamé al Señor y oyóme: Señor, libra mi ánima de los labios malos y lengua engañosa. Labios malos son los que abiertamente impiden el bien, y lengua engañosa la que solapadamente quiere engañar. Y algunas veces se ofrecen, o lo parece, tan grandes impedimentos para salir con lo comenzado, que son semejables a aquellos grandes gigantes que decían los hijos de Israel (Núm., 13, 34):Comparados nosotros a ellos, somos como unas pequeñas langostas. Y parecen las muros de la ciudad que hemos de combatir, llegar con su alteza a los cielos, y que la tierra que allí hay traga a sus moradores. Mas con todo esto debéis mirar, y miremos todos con ojos abiertos, cuánto desagradó a Dios el desmayo y desesperación que los hijos de Israel tuvieron con estas cosas ya dichas; pues que los pecados que en el desierto habían hecho, aunque eran muchos y grandes, y uno de ellos fue adorar por Dios al becerro, que parece no poder más crecer la maldad; todo esto les sufrió Dios, y les dio su favor para proseguir la empresa comenzada, y no les sufrió la desconfianza y desesperación que de su misericordia y poder tuvieron, y les juró en su enojo, como dice Santo Rey y Profeta David (Ps. 94. 11) que no entrarían en su holganza, y como lo juró lo cumplió. ¿No os parece que tenemos razón para maldecir este vicio, contrario a la honra de la bondad divinal, la cual es mayor que nuestra maldad, cuanto Dios es mayor que el hombre?
Y tened por cierto, que como el camino de la perfecta virtud sea una muy reñida batalla, y con enemigos muy fuertes dentro de nos y fuera de nos, no puede llevar consigo quien comienza esta guerra cosa más perjudicial, que la pusilanimidad de corazón; pues quien ésta tiene, de las sombras suele huir.
Con mucha causa mandaba Dios en tiempos pasados que cuando su pueblo estuviese en la guerra, antes que comenzasen a pelear, sus sacerdotes esforzasen al pueblo, no con esfuerzos humanos de muchedumbre de gentes y de armas, mas con la sombra del Señor de los ejércitos, en cuya mano está la victoria; el cual suele vencer los altos gigantes con las pequeñas langostas, para gloria de su santo nombre. Y conforme a esto que Dios mandaba, dice aquel valeroso San Pablo a los que quieren entrar en la guerra espiritual (Ephes., 6, 10): Confortaos en el Señor, y en el poder de su fortaleza; para que así confortados peleen las peleas de Dios con alegría y esfuerzo. Como de Judas Macabeo se lee (1 Mac., 3, 2) que peleaba con alegría, y así vencía. Y San Antón, hombre experimentado en las espirituales guerras, solía decir que «la alegría espiritual es admirable y poderoso remedio para vencer a nuestro enemigo». Que cierto es, que el deleite que se toma en la obra, acrecienta fuerzas para la hacer. Y por esto San Pablo nos amonesta (Philip., 4, 4): Gózaos siempre en el Señor. Y de San Francisco se lee que reprendía a los frailes que veía andar tristes y mustios, y les decía: «No debe el que a Dios sirve estar de esta manera, si no es por haber cometido algún pecado. Si tú lo has hecho, confiésate, y torna a tu alegría.» Y de Santo Domingo se lee parecer en su faz una alegre serenidad, que daba testimonio de su alegría interior, la cual suele nacer del amor del Señor, y de la viva esperanza de su misericordia, con la cual pueden llevar a cuestas su cruz, no sólo con paciencia, mas con alegría; como lo hicieron aquellos que les robaron los bienes y quedaron alegres (Hebr., 10, 34). Y la causa fue porque aposentaron en su corazón que tenían mejor hacienda en el cielo; experimentando lo que dijo San Pablo (Rom., 12, 12): Gozosos en la esperanza, y sufridos en la tribulación; porque sin lo primero, mal se puede haber lo segundo.
Mas cuando este vigor y alegría falta, es cosa digna de compasión ver lo que pasan personas que andan en el camino de Dios, llenos de tristeza desaprovechada, aheleados (Aheleados: amargados, llenos de hiel) los corazones, sin gusto en las cosas de Dios, desabridos consigo y con sus prójimos, y con tan poca confianza de la misericordia de Dios, que por poco no tendrían ninguna. Y muchos hay de éstos que no cometen pecados mortales, o muy raramente; mas dicen, que por no servir a Dios como deben y como desean, y por los pecados veniales que hacen, están de aquella manera; como en la verdad sean tales las cosas que se siguen de aquella pena demasiada, que les daña mucho más lo que de la culpa sucede, que la misma culpa que cometieron. Y lo que pudieran atajar, si prudencia y esfuerzo tuvieran, lo hacen crecer, y que de un mal caigan en otro.
Deben éstos procurar y trabajar de servir a Dios con toda diligencia; mas si se vieren caídos, lloren, mas no desconfíen. Y conociendo ser más flacos de lo que pensaban, humíllense más, y pidan más gracia, y vivan con mayor cautela, tomando avisos de una vez para otra. Y hacen muchos al revés de esto, que son descuidados y perezosos en servir a Dios, y en cayendo en la culpa no se saben valer, sino dan consigo en el pozo de la desconfianza y de mayor negligencia; como en la verdad la principal causa para evitar la desesperación sea evitar la tibieza y descuido en el servicio de Dios; porque habiendo estas raíces, quiera el hombre, o no, no puede tener aquel vigor de corazón y esfuerzo que de la buena y diligente vida se siguen. Y si éstos considerasen que pasan mayor trabajo con estos sentimientos tristes y desesperados que de la tristeza se siguen, que pasarían en cortar de raíz las malas afecciones y peligrosas ocasiones que los impiden de servir a Dios con fervor, ya que fuesen amigos de huir de trabajos, habían de elegir los que tiene anejos la perfecta virtud, por huir los que se siguen a la falta de ella.
San Pablo dice (1 Tim., 1, 5): Fin del mandamiento es la caridad, que procede de puro corazón, y conciencia buena, y fe no fingida. Y llama conciencia buena, como dice San Agustín, a la esperanza, para darnos a entender que si no hay buena conciencia, teniendo fe y amor, y buenas obras, que de aquí proceden, no habrá viva esperanza que nos dé alegría. Y si hay alguna falta en la buena conciencia, habrála también en el conhorte (conhorte: consuelo, esfuerzo) y alegría que se causan por la perfecta esperanza, porque aunque no muera, pues el tal hombre está en gracia, mas en fin obrará flacamente.
Así que los que dicen: «Cree que Dios te perdona y te ama, y serás perdonado y amado» (para hereje Martín Lutero, a quien alude el autor, la justificación no es más que la fe, la confianza, la corazonada con que uno se persuade que está perdonado, que es justo, aunque siga siendo tan corrompido, pues todas sus obras siguen siendo pecado); y otras semejables palabras a éstas, muy gravemente se engañan, y dan testimonio que hablan de imaginación, y no de experiencia, ni según la fe. Y aquellos tales esfuerzos, como no son de Dios, no pueden tener en pie al hombre cuando se ofrece tribulación que sea de verdad. El esfuerzo del corazón, y el gozo de la buena conciencia, frutos de la buena vida son; el cual hallan dentro de sí los que bien viven, aunque no miren en ello; y cuanto más crece lo uno, más crece lo otro. Y de causa contraria se sigue el efecto contrario, según está escrito (Eccli., 36, 22): El corazón malo da tristeza, y de ésta nace la desconfianza, y otros males con ella.
CAPITULO 24
De dos remedios para cobrar esperanza en el camino del Señor; y que conviene no acobardarnos, aunque el remedio de la tentación se dilate; y cómo hay corazones que no se saben humillar sino con golpes de tribulaciones, y por eso los conviene ser así curados.
Lo que de todo esto habéis de sacar es, que pues tanto os conviene andar confortada con la buena esperanza, y alegre en el servicio de Dios, procuréis para ello dos cosas. La una, la consideración de la bondad y amor divinal, que en darnos a Jesucristo por nuestro se nos manifiesta. Y la otra, que echando de vos toda pereza y tibieza, sirváis con diligencia a nuestro Señor. Y cuando en alguna culpa cayéredes, que no os desmayéis con desconfianza, mas que procuréis el remedio y esperéis el perdón. Y si muchas veces cayéredes, muchas procuréis de os levantar. Porque ninguna razón sufre que vos os canséis de recibir el perdón, pues Dios no se cansa de os lo dar. Que quien mandó que perdonásemos a nuestros prójimos no sólo siete vecesal día, más setenta veces siete (Mt, 18, 22), que quiere decir, que perdonemos sin tasa, muy mejor dará el Señor su perdón cuantas veces le fuere pedido; pues su bondad es mayor, y está puesta por ejemplo a la cual sigamos nosotros.
Y si la entereza de vida y remedio que vos deseáis no viene tan presto como querríades, no por eso penséis que nunca os ha de venir. Y no seáis semejantes a los que dijeron: Si en cinco días no enviare Dios remedio, darnos hemos a nuestros enemigos; porque con mucha razón reprendió a estos tales Judith (8, 11), y les dijo: ¿Quién sois vosotros, que tentáis al Señor? No es tal palabra como ésta para provocarle a misericordia, mas antes para despertar su ira y encender su furor. ¿Habéis vosotros señalado tiempo de la misericordia del Señor? ¿Y habéis señaládole día conforme a vuestra voluntad? Aprended, pues, a esperar al Señor hasta que venga con su misericordia, y no os canséis de padecer, pues os va en ello la vida. Y si los aprietos grandes os enflaquecen la esperanza, ellos mismos os la deben esforzar, porque suelen ser víspera del remedio; pues la hora del Señor para librar es cuando la tribulación ha mucho tiempo durado, y en el presente aprieta más; como parece en sus discípulos, a los cuales dejó padecertres partes de la noche, y a la postrera los consoló (Mt., 14, 25). Y a su pueblo libró del cautiverio de Egipto cuando estaba más crecida la tribulación que padecía; y así hará a vos cuando no penséis.
Y si os parece que quisiérades tener una vida muy santa y perfecta, y que toda ella diera gloria al Señor, sabed que hay personas tan soberbias y yertas (Yertas: erguidas, orgullosas, tiesas), que no se saben humillar sino a costa de tentaciones y de desconsuelos, y aun de caídas; y son tan flojas, que no andan el camino de Dios con diligencia, sino a poder de muchas espoladas; y tienen un corazón tan duro, que han menester para quebrantarlo tener muchos males; y no saben tener discreción ni cautela, sino después de haber muchas veces errado; en fin, tienen un corazón, que con pocos bienes se hincha y hace vano; y han menester muchos males para andar humillados para con Dios y los prójimos. Y la cura de estos males ya vos veis que no puede ser sino con cauterios de fuego, de permitir Dios desconsuelos e ignorancias, y aun pecados, para que así lastimados, se humillen y sean libres de los males ya dichos. Dice el Profeta Micheas (4, 10):Vendrás hasta Babilonia, y allí serás librado, y te redimirá Dios de la mano de tus enemigos;porque en la confusión de estas caídas y vida se suele el hombre humillar y buscar el remedio de Dios y hallar lo que por ventura, a no haber caído, lo perdiera por soberbia, o no lo buscara con diligencia y dolor.
Gracias, Señor, a Ti para siempre, que de males tan perjudiciales sueles sacar bienes del cielo, y que tan bien eres glorificado en perdonar pecadores, como lo eres en hacer justos y tenerlos en pie, y salvas, por vía de corazón contrito y humillado, al que no fue para servirte con lealtad; y haces que los pecados den ocasión a que el hombre sea humilde, cauto y diligente; y que como Tú dijiste (Lc., 7, 43): A quien más sueltan, más ame. Y así se cumple lo que dijo tu Apóstol (Jac, 2, 13) que misericordia en justicia hace parecer más ilustre tu justicia, pues parece mayor tu bondad en perdonar y salvar a los que han pecado y se tornan a Ti. Y en otra parte dijo (Rom., 8, 28) que los que aman a Dios, todas las cosas se les tornan en bien, y aun los pecados que han hecho, como dice San Agustín. Lo cual no toméis por ocasión de tibieza, ni de pecar fácilmente, pues por ninguna cosa se debe hacer; mas para que si tal desdicha os viniere que ofendáis a nuestro Señor, no hagáis otro peor mal en desconfiar de su misericordia.
CAPITULO 25
Cómo el demonio procura traer a desesperación poniendo tentaciones contra la fe y cosas de Dios; y de los remedios que habernos de usar contra estas tentaciones.
Otras veces suele el demonio hacer desmayar trayendo pensamientos contra la fe, o muy sucios y abominables contra las cosas de Dios; y hace entender al que los tiene que salen de él y que él los quiere. Y con esto atribúlale de tal manera, que le quita toda la alegría del ánima, y le hace entender que está desechado de Dios y condenado de Él, y pónele gana de desesperar, diciéndole que no puede parar en otra parte sino en el infierno, pues ya tiene blasfemias y cosas semejables a las de allá. No es tan necio el demonio, que no se le entiende que un cristiano católico no ha de venir a consentir en cosas tan aborrecibles a su cristiano corazón; mas su intento es desmayarle, para que así pierda la confianza que en Dios tenía, y trabajado con tales importunidades, venga a perder la paciencia, y así traiga el corazón alborotado y desabrido; que es cosa de que los demonios suelen sacar mucha ganancia, por el aparejo que tienen de imprimir cualquier mal en tal corazón.
Lo primero que entonces debemos hacer, si no está hecho, es mirar con cuidado y muy de reposo nuestra conciencia, y limpiarla con la confesión de todo lo malo que en ella sintiéremos, y ponerla en concierto, ni más ni menos que si aquel día hubiésemos de morir; y de allí adelante vivir con mayor cuidado que antes en servir a nuestro Señor. Porque acaece algunas veces permitir el soberano Juez que nos vengan estas cosas tan espantables contra nuestra voluntad, en castigo de otras en que caemos por nuestra propia voluntad y descuido que en su servicio tenemos; lo cual el Señor quiere curar con azote que tanto duele, para que, lastimados con él, dejemos de pacer en las cosas vedadas, y aguijemos en nuestro camino, como lo suele hacer un animal sin razón cuando es azotado de quien camina tras él. Aunque otras veces envía el Señor este tormento por otros fines que su alta sabiduría sabe. Mas ahora sea el azote enviado por uno u otro fin, debe cada uno hacer lo que es dicho, de purificar su conciencia, e ir diligente en el servicio de Dios, pues este remedio a ninguna cosa daña y para todas es provechoso.
Y luego, confiado en la misericordia de Dios y pidiéndole su socorro, ya que no puede dejar de oír este lenguaje, pues el demonio, aunque no queramos, puede traernos pensamientos y hablas interiores, a lo menos haga el hombre como que no los oye, y estése en su paz, sin desmayarse con ellos, y sin tomarse a palabras ni respuestas con el enemigo, según dice santo Rey y Profeta David (Ps. 37, 14): Yo, como sordo, no oía; y como mudo, que no abre su boca.Dificultoso es esto de creer a los que poco saben de las astucias del demonio; los cuales si no dejan de pensar o hacer el bien que hacían, y se ocupan en oír y andar matando las moscas de los tales pensamientos, piensan que por el mismo hecho les han dado consentimiento. Y no saben que va mucha diferencia de sentirlos a consentirlos; y que mientras más los tales pensamientos son tan abominables, tanto más pueden confiar en nuestro Señor, que Él los guardará de consentir en males tan grandes, y a los cuales ninguna inclinación tiene, antes aborrecimiento. Y así el mejor remedio es no curar de ellos, con una sosegada disimulación; pues que no hay cosa que más lastime al demonio, como a soberbio, que el despreciarle tan despreciado, que ningún caso hagamos de él, ni de lo que nos trae; ni hay cosa tan peligrosa como trabar razones con quien tan presto nos puede engañar, Y a bien librar, hácenos perder tiempo, y dejar de proseguir el bien que hacíamos. Y por esto debemos cerrarle la puerta de nuestro entendimiento cuan fuerte pudiéremos, y unirnos con Dios, y no responder a nuestro enemigo. Y para nuestro consuelo y satisfacción debemos decir algunas veces al día, que creemos lo que cree nuestra madre la Iglesia, y que no es nuestra voluntad consentir en pensamiento falso ni sucio; y decir al Señor lo que está escrito (Isa., 38, 14): Señor, fuerza padezco; responded Vos por mí; y confiar en su misericordia que así lo hará. Porque la victoria de nuestra pelea no está colgada de menear nuestros brazos a solas, mas lo principal de ella es invocar al Señor todopoderoso y acogernos nosotros a Él. Porque si muchas hablas y respuestas tenemos con nuestros enemigos, ¿cómo le diremos a Dios que responda por nos? Vosotros callaréis—dice la Escritura (Ex., 14, 14)—y el Señor peleará por vosotros. Y en otra parte dice Isaías (30, 15): En silencio y esperanza será vuestra fortaleza. Y en faltando cualquiera de estas dos cosas, luego el hombre se enflaquece y se turba. Y con este callar con disimulación y buena esperanza, he visto a muchas personas haber sanado en breve tiempo de aqueste mal trabajoso, y haber el demonio callado, viendo que ni le oían, ni respondían; como lo suelen hacer los perrillos que ladran, que si el hombre pasa y calla, también callan ellos, y si no, más ladran ellos.
CAPITULO 26
Cómo pretende el demonio en las sobredichas tentaciones apartarnos de la devoción y buenos ejercicios; y que el remedio es crecer en ellos, dejando la demasiada codicia de los dulces sentimientos del ánima; y por qué fin se pueden éstos desear.
Mas dirá algún flaco: Quítanme estos malos pensamientos la devoción, y suélenme venir cuando yo más me llego a la devoción y a las buenas obras; y por no oír tales cosas, me da gana algunas veces de dejar el bien comenzado.
Mas la respuesta está clara: que eso mismo es por lo que el demonio andaba, aunque iba por rodeo de traer pensamientos diferentes de aqueso. Mas debéis antes crecer en el bien que menguar, como persona que adrede lo hace, por hacer ir al demonio con pérdida de lo que pensó llevar ganancia.
Y si faltare ternura de devoción no te penes por ello, pues no se miden nuestros servicios sino por el amor; el cual no es devoción tierna, mas un libre ofrecimiento y propósito de nuestra voluntad para hacer lo que Dios y su Iglesia quiere que hagamos, y para pasar lo que Él quiere que padezcamos por darle contentamiento a Él. Y si algunos, que parece que dejan lo que en el mundo tienen por servir a Dios, dejasen también la desordenada codicia de los dulces sentimientos del ánima, vivirían más alegres de lo que viven, y no hallaría el demonio cabellos de codicias (Codicias: deseos desordenados, aun de cosas buenas) de que asirles para traerles la cabeza alrededor (al retortero), y lastimarlos y aun engañarlos. Desnudo murió Jesucristo en la cruz, desnudos nos hemos de ofrecer nosotros a Él. Y nuestra vestidura sola, ha de ser hacer su santa voluntad, según está declarada en los mandamientos de Él y de su Iglesia, y recibir con amorosa obediencia lo que Él nos quisiere enviar, por duro que sea. Igualmente hemos de tomar de su mano la tentación y la consolación, y darle gracias por uno y por otro.
San Pablo dice (Ephes., 5, 20), que en todas las cosas demos gracias a Dios. Porque como la señal del buen cristiano es amar por amor de Dios a quien le hace mal—pues al bienhechor quienquiera le ama— así el dar gracias a Dios en la adversidad, no mirando lo áspero que de fuera parece, mas la merced escondida que debajo de aquello Dios nos envía, es señal de hombre que tiene otros ojos que los de carne, y que ama a Dios, pues en lo que le duele se conforma con su voluntad. Y así no hemos de estar asidos a los flacos ramos de nuestros deseos, aunque nos parezcan buenos, mas a la fuerte columna de la divina voluntad, para que obedeciéndola, según hemos dicho, participemos a nuestro modo del sosiego e inmutabilidad que ella tiene, y evitemos las muchas mudanzas que en nuestro corazón hemos de sentir, si en él hay codicia. Cierto, poca diferencia va de servir uno a Cristo por dineros, o por consolaciones y gustos del ánima, por cielo o por tierra, si el postrer paradero es codicia mía. Lucifer, según muchos Doctores dicen, la bienaventuranza deseó; mas porque no la deseó como debía y de quien debía, y que se le diese cuando Dios quería, no le aprovechó que lo que deseaba era bueno, mas pecó por no desearlo bien; y así, fue codicia, y no buen deseo. Pues de esta manera os digo que no estemos asidos con ahínco y desorden a gustos espirituales; mas, ofrecidos a la cruz del Señor, tomar de buena gana lo que nos diere, sea miel dulce, o hiél y vinagre.
Ni tampoco he dicho esto porque estas cosas de sí sean malas ni desaprovechadas, si de ellas se sabe usar, y se reciben, no para parar en ellas, mas para tener mayor aliento en el servicio de Dios; especialmente para los que comienzan, los cuales ordinariamente han menester, conforme a su edad, leche de niños; y quien los quisiere criar con manjar de grandes, y en un día hacerlos perfectos, errarlo ha mucho, y en lugar de aprovechar dañará. Tiene cada edad su condición y su fuerza, conforme a lo cual se le ha de dar su mantenimiento; y como dice el experimentado y santo Bernardo: «El camino de la perfección no se ha de volar, sino pasear.» Ni piense nadie que es todo uno, entenderla y tenerla. Y por tanto, si el Señor da estas consolaciones, recíbanse para llevar su cruz con mayores fuerzas, pues que es su costumbre consolar discípulos en el monte Tabor, para que no se turben en la persecución de la cruz. Y ordinariamente, primero que entre la hiel de la tribulación envía miel de consolación. Y nunca vi estar mal ni tener en poco las consolaciones espirituales sino a quien no ha experimentado qué son. Mas si el Señor nos quisiere llevar por camino de desconsuelos, y que oigamos el penoso lenguaje de que estamos hablando, no nos debemos desmayar por cosa que Él nos envía, mas beber con paciencia el cáliz que el Padre nos da, y porque Él nos lo da, y pedirle fuerzas para que le obedezca nuestra flaqueza.
Ni tampoco penséis que os enseño que se puede excusar el gozo cuando el Señor nos visita, o dejar de sentir su ausencia y el ser entregados a nuestros enemigos para ser de ellos tentados y atribulados. Mas lo que os quiero decir es que procuremos, con las fuerzas que Dios nos diere, de nos conformar con su santa voluntad con obediencia y sosiego, y no seguir la nuestra, de la cual por fuerza se han de seguir desconsuelos y desconfianzas y cosas de aquestas. Suplicad al Señor nos abra los ojos; que, más claro que la luz del sol, veríamos que todas las cosas de la tierra y del cielo son muy baja cosa para desear ni gozar, si de ella se apartase la voluntad del Señor. Y que no hay cosa, por pequeña y amarga que sea, que si a ella se junta la voluntad del Señor, no sea de mucho valor. Más vale sin comparación estar en trabajos, si el Señor lo manda, que estar en el cielo sin su querer.
Y si una vez de verdad desterrásemos de nosotros nuestra secreta codicia, caerían con ella muchos malos frutos que de ella proceden, y cogeríamos otros más valerosos de gozo y de paz, que de la unión con la divina voluntad suelen venir, y tan firmes que aun la misma tribulación no nos los puede quitar. Pues aunque los tales se sientan atribulados y desamparados, mas no por eso desesperados ni muy turbados, porque conocen ser aquél el camino de la cruz, a la cual ellos se han ofrecido, y por el cual Cristo anduvo; como parece que estando en la cruz dijo a su Padre(Mt., 27, 46): Dios mío, ¿por qué me desamparaste? Mas poco después dijo (Le., 23, 46): En tus manos, Padre, encomiendo el espíritu mío. El Señor dijo (Jn., 16, 22): Otra vez os veré, y gozarse ha vuestro corazón, y vuestro gozo ninguno os lo quitará. Porque quien de este estado goza, no hay tribulación que allá en lo de dentro del ánima le desasosiegue notablemente, porque allá dentro está muy unido con la voluntad del que lo envía. Y si así lo hiciésemos, engañaríamos al engañador, que es el demonio, pues que no desmayándonos, ni tornando atrás del bien comenzado por el mal lenguaje que él nos traía, antes tomando lo que el Señor nos envía con obediencia y nacimiento de gracias, salimos sin daño de esta pelea, aunque dure por toda la vida; y aun con mayor provecho que antes teníamos, pues que nos dio ocasión para ganar en el cielo coronas, en galardón de la conformidad que con la voluntad del Señor tuvimos, sin curar de la nuestra, aun en lo que muy penoso nos era,
CAPITULO 27
Que el vencimiento de las tentaciones dichas está más en tener paciencia para las sufrir, y esperanza del favor del Señor, que en la fuerza de querer hacer que no vengan.
Este vencimiento de que hemos hablado, más viene por maña de tener paciencia en lo que nos viene, que por fuerza de querer hacer que no nos venga. Y por eso dice el Esposo en los Cantares (2, 15): Cazadnos las pequeñuelas zorras que destruyen las viñas, porque nuestra viña ha florecido. La viña de Cristo nuestra ánima es, plantada por su mano y regada con su sangre. Esta florece cuando, pasado el tiempo en que fue estéril, comienza nueva vida y fructifica al que la plantó. Mas porque a los tales principios suelen acechar estas y otras tentaciones del astuto demonio, por esto nos amonesta el Esposo florido, que pues nuestra ánima, viña suya, ha florecido, procuremos de las cazar. En la cual palabra da a entender , que ha de ser por maña, como hemos dicho. Y en decir que son zorras, da a entender que vienen solapadas, y que pareciendo que tiran a una parte, hieren en otra. Y en decir pequeñuelas, da a entender que no son mucho de temer para quien las conoce; porque el conocerlas, es vencerlas del todo, o enflaquecerlas. Y en decir que destruyen las viñas, da a entender que hacen mucho daño en los hombres que no las conocen; porque amedrentados y desconfiados de salir con el negocio de Dios, dejan su camino, y con miserable consejo danse abiertamente a pecar; pareciéndoles que hallan más paz por el camino ancho de la perdición, que por el estrecho de la virtud que lleva a la vida. Y el fin de éstos, si al buen camino no tornan, muchas veces es tal, que trae muy ciertas señales de eterna perdición (aunque Dios sinceramente quiere que todos los hombres se salven y a todos da gracia suficiente, pero el hombre tiene libre albedrío), como la Escritura dice (Eccli., 28, 27):Al que se pasa de la justicia al pecado, Dios le aparejó para el cuchillo; que quiere decir, para el infierno.
Debieran éstos mirar que así como los gabaonitas, por haber hecho amistades con Josué (10, 1-27), fueron cercados y perseguidos de los enemigos, y siendo llamado Josué de ellos para que los socorriese, los socorrió y libertó, teniendo la causa por suya, pues por haber hecho paces con él eran perseguidos de los enemigos; así en comenzando los que sirven a Dios a ser de su bando, luego son perseguidos de los demonios como antes no eran; lo cual parece en que, si quisiesen dejar el bando de Cristo, cesaría contra ellos la persecución comenzada; y si la padecen, por tener en pie el bando de Cristo la padecen. Lo cual es una merced muy particular que Dios hace, como dice San Pablo (Phil., 1, 29): A vosotros es dado por Cristo no solamente que creáis en El, mas que padezcáis por Él. Y si los ángeles del Cielo pudiesen haber envidia de los hombres de la tierra, de esto la habrían, de que padecen por Dios.
Y aunque por palabra de Dios (Jac, 1, 12) está prometida corona al varón que sufre tentación y fuere probado en ella—el cual galardón es muy bien hecho que lo consideremos y deseemos, para con mayores alientos no ser tibios en el obrar, ni flacos en el padecer, según se dice de Moisés (Hébr., 11, 26), que miraba al galardón, y David también (Ps., 118, 112)—; mas el verdadero y perfecto amor del Señor crucificado estima en tanto el conformarse con él, que tiene por muy gran merced y galardón el padecer por su Dios. Porque, como dice San Agustín, «dichosa es la injuria de la cual Dios es causa». Y pues no hay hombre que no ampare al que padece porque le entró a servir, mucho más se debe esperar esto de la Bondad divinal, y que tomará la causa por suya, según Santo Rey y Profeta David lo pedía (Ps., 73, 22): Levántate, Señor, y juzga tu causa, y acuérdate de tus injurias que el insipiente dice contra Ti todo el día(lema sobre el escudo de la Santa y Benemérita Inquisición). A Dios toca el negocio que el que le sirve pretende; y por eso Dios sale a él con gran lealtad. Y en esta esperanza, y no en la nuestra, hemos de osar emprender la empresa del servicio de Dios.
CAPITULO 28
Del grande remedio que es contra las tentaciones buscar un confesor sabio y experimentado, a quien se dé entera cuenta y crédito; y lo que el confesor debe hacer con los tales; y del fruto de estas tentaciones.
Suele a los que estas tentaciones tienen dar mucha pena el haberlas de decir abiertamente a su confesor, por ser cosas tan feas y malas, que no merecen ser tomadas en lengua, y que sólo nombrarlas causa desmayo. Y, por otra parte, si no las dicen muy por extenso, y no relatan cada pensamiento por menudo que sea, paréceles no ir bien confesados. Y así nunca van satisfechos, ora lo digan, ora lo callen, mas con más tristeza de la que trajeron. Deben las tales personas buscar un confesor sabio y experimentado, y darle a entender las raíces de la tentación, de manera que él quede satisfecho y entienda el negocio; y darle muy entero crédito en lo que dijere, porque en esto consiste el remedio de estas personas que, o por su poco saber, o por estar apasionados, no son parte para ser buenos jueces de sí.
Y el tal confesor debe orar mucho al Señor por la salud de su enfermo; y no cansarse porque le pregunte el tal penitente muchas veces una misma cosa, ni por otras flaquezas que suelen tener; de las cuales no se espante, ni le desprecie por ellas; mas háyale compasión entrañable, y corríjale en espíritu de blandura, como dice San Pablo (Gal, 6, 1), porque no sea él también tentado en aquello o en otro, y venga a probar a su costa cuánta es la humana flaqueza. Encomiéndele la enmienda de la vida, y que tome los remedios de los Sacramentos. Y déle a entender que ningún pensamiento hay tan sucio ni malo, que pueda ensuciar el ánima si no lo consiente. Y déle buena esperanza en la misericordia de nuestro Señor, que a su tiempo le librará; y que entre tanto sufra este tormento de sayones, en descuento de sus pecados, y por lo que Jesucristo pasó. Y así confortado el penitente, y llevando su cruz con buena paciencia, y ofreciéndose a la voluntad de nuestro Señor para llevarla toda la vida, si Él fuere de ello servido, ganará más con aquella hiel y vinagre que el demonio le da, que con la miel de devoción que él deseaba.
Y sucede de aquí, que estando nuestra ánima en flor de principios, comience a dar fruto de hombres perfectos; pues mamando antes leche de devoción tierna, comemos ya pan con corteza, manteniéndonos con las piedras duras de las tentaciones, las cuales él nos traía para probarnos si éramos hijos de Dios, como hizo con nuestro Señor (Mt., 4, 3). Y así sacamos de la ponzoña miel, y de las heridas salud, y de las tentaciones salimos probados, con otros millones de bienes.
Los cuales no hemos de agradecer al demonio, cuya voluntad no es fabricarnos coronas, sino cadenas; mas hémoslo de agradecer a aquel sumo y omnipotente Bien, Dios, el cual no dejará acaecer mal ninguno, sino para sacar bien por más alta manera; ni dejaría a nuestro enemigo y suyo atribular a nosotros, sino para gran confusión del enemigo que atribula, y bien del atribulado; según está escrito (Ps., 2): Que Dios hará burla de los burladores, y el que mora en el cielo mofará de ellos. Porque aunque este dragón juega y burla en la mar de este mundo, tentando y amartillando a los siervos de Dios, hace Dios burla de él (Ps., 103, 26), porque saca bien de sus males; y mientras él piensa más dañar a los buenos, más provecho les hace. De lo cual él queda tan corrido y burlado, que por su soberbia y envidia no quisiera haber comenzado tal juego, que salió tan a provecho de los que él mal quería. Y la maldad y lazo que a otros armó, cayó sobre su cabeza (Ps., 34, 8); y queda muerto de envidia de ver que los que él tentó, van libres y cantando con alegría (Ps., 123, 7): El lazo ha sido quebrado, y nosotros quedamos libres; nuestra ayuda es del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
CAPITULO 29
Cómo el demonio procura con miedos exteriores quitarnos de los buenos ejercicios; y cómo conviene confortar el corazón con la confianza del Señor para lo vencer; y de otras cosas que ayudan para quitar este miedo, y del fruto de esta tentación.
Es tanta la envidia que de nuestro bien tienen los demonios, que todas las vías tientan para que no gocemos de lo que ellos perdieron. Y cuando en una batalla van de nosotros vencidos—y por mejor decir, de Dios en nosotros—, mueven otra y otras, para si alguna vez hallaren algún descuidado a quien traguen. Mudan armas y género de batalla, pensando que a los que no vencieren en una, vencerán en otra. Por lo cual, después que han visto que por astucia no nos han podido empecer (dañar, ofender, causar perjuicio), por estar enseñados con la verdadera doctrina cristiana, que nos enseña a ponernos en el justísimo querer del Señor, y sufrir con paciencia lo que nos envía de dentro o de fuera, intentan guerra más descubierta, haciéndoseleón feroz el que antes era dragón escondido. Ya no tienta de uno y va a parar en otro [En las tentaciones de astucia (como dragón) acomete contra una virtud para derribarnos en otra. En estas de violencia (como león) acomete abiertamente para vencer por temor.], mas claramente se quiere hacer temer, pensando alcanzar por espanto lo que por arte no pudo. Aquí no le verán hecho zorra, mas león fiero, que con su bramido quiere espantar, como dice San Pedro (1 Petr., 5, 8): Hermanos, sed templados y velad, porque vuestro adversario el diablo, como león bramando, rodea, buscando a quien trague; al cual resistid fuertes en la fe. No deben serdestemplados ni descuidados los que tienen tal enemigo; y mucho conviene velar, y orar al verdadero Pastor Jesucristo, las ovejas que se ven cercadas de león tan bravo. Mas ¿qué son las armas con que se vence este enemigo para que vaya confundido de esta guerra como de la pasada? Estas son, como dice San Pedro y San Pablo, la fe. Porque cuando un ánima, con el amor de Dios, que es vida de la fe, desprecia lo próspero y adverso del mundo, y cree y confía en Dios, al cual no ve, no hay por dónde el demonio le entre. Y también, como esta lumbre de fe enseña a confiar, cuando hay peligros, en la misericordia de Dios, si el tal combatido se quiere aprovechar de ella, cobra grande ánimo para pelear contra el demonio, que es cosa muy necesaria para esta guerra. Porque si el medroso de corazón no era bueno para la guerra de los enemigos visibles, y por esto mandaba Dios que se tornase de la guerra (Deut., 20, 8), ¿cuánto menos será para pelear, no contra carne y sangre, mas contra los demonios, príncipes de las tinieblas, como dice San Pablo? (Ephes., 6, 12): Y aunque delante el acatamiento de Dios debemos estar postrados, y temiendo no nos desampare Él por nuestros pecados; mas en el tiempo de la guerra que nuestro enemigo nos acomete, en todo caso conviene que estemos con ánimo esforzado, despreciándolo a él, y llamando a nuestro Señor. De esta manera leemos (Mc., 14, 34, 35) que el mismo Señor oró a su Padre antes de su prendimiento, postrado y con angustia de corazón; y de allí salió tan esforzado, que Él mismo fue a recibir a sus enemigos.
El principal intento del demonio en esta batalla es quitar el esfuerzo del corazón, para que por esta vía se deje el bien comenzado. Lo cual él procura, tomando unas veces figura de dragón, o de toro, o de otros animales, y estorbando la oración con estruendos, e impidiendo el reposo del sueño; como al santo Job (7, 14) se lee que hacía; y echando un entrañable temor en el hombre, que aunque sea esforzado, le hace temblar, y otras veces sudar con angustia: y cosas semejantes a éstas, que dan testimonio que anda por allí este lobo infernal. Claro es, que pues todo el ardid de su guerra se ha por vía do miedo, las armas principales que hemos de tener son en esfuerzo del corazón, confortado, no con nuestra confianza, sino con la fiucia (esperanza esforzada) en nuestro Señor; porque ésta es la que en esta guerra nos hace victoriosos, pues que la fiucia (esperanza esforzada) vence al temor, según está escrito (Is., 12, 2): Confiadamente lo haré, y no temere. Y tened por cierto, que no os arrepentiréis de haber puesto en Dios vuestra fiucia (esperanza esforzada), que es una esforzada esperanza ni diréis: Engañado me ha, pues no me salió como yo pensaba. Porque la esperanza, como dice San Pablo (Rom., 5, 5), no echa en vergüenza; ni quien espera en el Señor, será confundido (Ps., 24, 3). Nunca ella falta al hombre, si el hombre no falta a ella; y entonces le falta, cuando pierde la caridad, que es vida de la esperanza y de toda virtud. .
Y conociendo los viejos del Yermo cuan necesario era este corazón confortado para no ser vencidos en estas peleas contra los demonios, que eran muy usadas entre ellos, iban de noche a hacer oración en soledad a los sepulcros de los difuntos, para ganar libertad del miedo, cuyo señorío es muy dañoso. Y si el consejo de Cristo tomamos, muy seguros viviremos de aqueste temor; porque Él nos lo quita diciendo (Lc., 12, 5): Yo os enseñaré a quien temáis: temed a Aquel que, después de haber muerto el cuerpo, puede echar en el infierno: a Este temed. Quien a Dios no teme, ha de temer, por su mala conciencia, al mundo y demonio. Mas quien a Dios teme, no teme al demonio, pues el temerle es un cierto modo de sujeción, como que nos puede dañar en algo; y como no pueda ni llegar al cabello de nuestra cabeza sin la licencia de Dios, no hay por qué temerle a él, sino al Señor, que puede darle licencia. Y por eso debemos estar siempre humillados, y con santo temor delante de Dios; mas para con el demonio, muy esforzados con la esperanza de Dios, y llenos de una santa soberbia. Y cuanto él más bravezas mostrare, tanto más vos temed a Dios, y os encomendad a Él, y tanto menos temed al demonio.
Así leemos de aquel gran vencedor de demonios San Antón, que viéndose cercado de ellos en figura de fieros animales, que parecía que lo querían tragar les decía: «Si tuviésedes algunas fuerzas, uno solo de vosotros bastaría para pelear con un hombre; mas porque sois quebrantados, quitándooslas Dios, procuráis de juntaros a una muchos de vosotros para atemorizar. Si el Señor os ha dado poder sobre mi, veisme aquí, tragadme; mas si no lo tenéis, ¿por qué trabajáis en balde?» Y así solía decir este santo, que contra los demonios la señal de la cruz y la fe del Señor —que algunas veces quiere decir confianza-—nos es a nosotros muro inexpugnable. Y aunque cotejadas nuestras fuerzas con las de él, son muy pequeñas y flacas; mas la fe nos dice, si sordos no estamos, que el Señor es defendedor de todos los que esperan en Él(Ps., 17, 31). Y pues que Él tiene bondad para prometernos su amparo y socorro, y para poner su corazón y sus ojos en su Iglesia, figurada en el templo de Salomón (3 Reg., 9, 3), y tiene verdad y poder para cumplir sus promesas, sin que nadie sea bastante a resistirle en cielo, ni en tierra, ni a quien es ayudado por Él, no sentiría el cristiano como cristiano, de Dios y de su verdad, bondad y poder, si no creyese que Él de su parte cumple muy bien las promesas de su socorro.
Mas como éstas, y otras semejables a éstas, que Él hace, se entiendan con condición que el hombre esté en estado de gracia, o se apareje para lo estar—no por sólo creer a las promesas en general, ni por creer que le son aplicadas a él en particular, mas por la penitencia y medios que la Iglesia católica enseña (Rechaza el paréntesis el error de Lutero, que atribuía La justificación asólo la fe y confianza.)—, aunque creamos de cierto que hay en la Iglesia cristiana muchas personas que están en estado de gracia, a las cuales, sin duda ninguna, Dios cumple sus promesas, de que es defendedor de los que esperan en Él; mas como ninguno esté cierto, sin especial revelación, que él esté en estado de gracia, debe de creer por católica fe que nunca deja de cumplirse de parte de Dios; mas puede y debe temer, que por ventura no se efectúan en él, por su culpa o negligencia de no hacer lo que debe. De manera, que con algún temor de su parte, y con confianza de parte del Señor, procurará de esforzarse, y aprovecharse de las palabras de Dios, que promete socorro a los que pelean por Él.
Y el temor e incertidumbre en que Dios nos dejó, que no supiésemos de cierto si estábamos en su amistad, aunque parece penoso, es provechoso, para guarda de nuestra humildad, y para no despreciar a los prójimos, y para ponernos espuelas para bien obrar; y tanto con mayor cautela y aviso, cuanto menos sabemos de cierto si agradamos al Señor. Mas no penséis que por esto habéis de traer vuestro corazón desmayado con vano temor, pues que siendo verdad lo que os he dicho, no es estorbo para que diga Santo Rey y Profeta David (Ps. 26, 3): Si se levantaren contra mí reales (campamentos), no temerá mi corazón; y si se levantare contra mí guerra, en Dios esperaré. Y así amonesta San Pablo (Hebr., 13, 3, 5, 6), que nos aprovechemos de las palabras que dijo Dios: No te dejaré, ni desampararé. De tal manera, que confiadamente digamos (Ps. 117): El Señor es mi ayudador; no temeré lo que me haga hombre. Las cuales y semejables palabras no quitan del todo el temor que un cristiano por su parte debe tener, mas quitan el demasiado, con la confianza que en Dios debe tener. Y así entre estas dos cosas camina : temor y esperanza.
Y cuanto más crece el amor, crece también la esperanza, y va decreciendo aqueste temor. Por eso, si queréis sentir el mucho esfuerzo y poco temor que sienten los varones perfectos, alanzad de vos la tibieza, y tomad el negocio de la virtud a pechos, y leeréis en vuestro corazón el esfuerzo y seguridad que leéis en los libros. Y entonces pelearéis contra el demonio con osadía, aunque os rodee como león para tragaros; porque tendréis esperanza que os defenderá Jesucristo, fuerte León de Judá, el cual siempre vence en nosotros, si no perdemos su confianza, y si como cobardes, no nos damos las manos atadas a nuestros enemigos, sin querer pelear.
No deja el Señor venir estas guerras y tentaciones a los suyos sino para mayor bien, pues está escrito (Jac., 1, 12): Bienaventurado el varón que sufre la tentación; porque siendo probado, recibirá la corona de vida, que Dios prometió a los que le aman. Quiso Él así, que la paciencia en los trabajos, y el estar en pie por su honra en las tentaciones, fuese el toque (Toque:ensaye, prueba que del oro y la plata hace el platero con el jaspe granoso, llamado piedra de toque.) con que sus amigos fuesen probados. Porque no es señal de amigo verdadero acompañar en el descanso, mas estar fijo con el amigo en el tiempo de la tribulación. Y como cualquier hombre se huelga de tener amigos probados, con hacerle presencia en el tiempo, de su tribulación tomándola por propia de ellos, así se huelga Dios de los tener; y como agradecido les dice (Lc., 22, 28): Vosotros sois los que permanecisteis conmigo en mis tentaciones. Y como copioso galardonador les dice: yo os dispongo el reino, como mi Padre lo dispuso a Mí, para que comáis y bebáis sobre mi mesa en mi remo. Compañeros en los trabajos y después en el reino. Esforzaros debéis a pelear varonilmente las guerras que contra vos se levantan por apartaros de Dios, pues que Él es vuestro, ayudador en la tierra y vuestro galardón en el cielo.
Acordaos cómo San Antón, siendo reciamente azotado y acoceado de los demonios, alzando los ojos arriba, vio abrirse el techo de su celda, y entrar por allí un rayo de luz tan admirable, que con su presencia huyeron todos los demonios, y el dolor de las llagas de él fue quitado; y con entrañables suspiros dijo al Señor, que entonces le apareció: «¿Dónde estabas, oh buen Jesús, dónde estabas cuando yo era tan maltratado de los enemigos? ¿Por qué no estuviste aquí al principio de la pelea, para que impidieras o sanaras todas mis llagas?» A lo cual el Señor respondió diciendo: «Antón, aquí estuve desde el principio; mas estaba mirando cómo te habias en la pelea. Y porque varonilmente peleaste, siempre te ayudaré, y te haré nombrado en la redondez de la tierra.» Con las cuales palabras, y con la virtud del Señor, se levantó tan esforzado, que entendió por experiencia haber recobrado más fuerzas que primero había perdido.
Y de esta manera trata el Señor a los suyos; que los deja muchas veces en trances de tanto peligro, que no hallan dónde hacer pie, ni hallan en sí un cabello de fortaleza a que se asir, ni se pueden aprovechar de los favores que en tiempos pasados han recibido de Dios; y quedan como desnudos, y en unas obscuras tinieblas entregados a persecución de sus enemigos. Mas súbitamente, cuando no piensan, los visita el Señor, y libra; y deja más fuertes que antes estaban, y les pone debajo de los pies a sus enemigos.
Y el ánima, aunque más flaca en naturaleza que el demonio, siente dentro de sí un esfuerzo tan poderoso, que le parece que despedazara al demonio como a cosa muy flaca y sin resistencia. Y no sólo con uno, mas con muy muchos osaría pelear; tal es el esfuerzo que siente, que de nuevo le vino del cielo, con el cual no sólo se defiende, mas dice como Santo Rey y Profeta David (Ps. 17, 38): Perseguiré a mis enemigos, y tomarlos he, y no tornaré hasta que sean vencidos; quebrantarlos he, y no podrán estar en pie, y caerán debajo de mis pies.
¿Qué cosa más provechosa que la que pide San Agustín, cuando dice: «Señor, conózcate a Ti con amoroso conocimiento, y conózcame a mí»? ¿Y qué cosa tan a lo propio para conocerse un hombre a sí mismo, como verse por experiencia en tales trances, que toca con sus manos, como dicen, su propia flaqueza tan de verdad, que queda bien desengañado de su propia estima? Y por otra parte experimenta cuan verdadero es Dios en cumplir las promesas de su socorro en el tiempo de su necesidad, cuan fuerte en librar los suyos de tanta flaqueza, y en darles admirable fortaleza súbitamente; y cuan lleno es de misericordia, pues visita y apiada a los que tan extremadamente están fatigados. Con lo cual el hombre cae en su faz, conociendo su poquedad y miseria; y adora a su Dios, amándolo y esperando socorro de Él, si en otro peligro se viere. Lo cual afirma San Pablo haberle acaecido a él de esta manera (2 Cor., 1, 8): No quiero, hermanos, que ignoréis nuestra tribulación que pasamos en Asía; en la cual sobre manera y sobre nuestras fuerzas fuimos atribulados; tanto, que nos daba fastidio el vivir, y nosotros, dentro de nosotros, tuvimos por cierto que no habíamos de escapar de la muerte. Y esto acaeció así, paroque no tengamos fiucia (esperanza esforzada) en nosotros, mas en Dios, que da vida a los muertos, el cual nos libró de tan grandes peligros; en el cual esperamos que también nos librará de aquí adelante.
CAPITULO 30
De muchas causas que hay para confiar que el Señor nos librará en toda tribulación, por grave que sea; y de dos significaciones que tiene esta palabra creer.
Según San Gregorio dice, «el cumplimiento de las cosas pasadas da certidumbre de las cosas por venir». Y pues los hombres fian sobre prendas, no parece que se hace mucho con Dios en esperar que nos librará en la tribulación que nos viene, pues nos ha librado muchas veces en las pasadas. Claro es que si un hombre nos hubiese enseñado su amor y favor, socorriéndonos en nuestros trabajos diez o doce veces, creeríamos que nos amaba, y que nos favorecería si en otros trabajos tuviésemos necesidad de él. Pues ¿por qué no tendremos esta credulidad de que Dios nos amparará en nuestros peligros, pues que no doce, sino muchas veces hemos experimentado su socorro en las tribulaciones? Acordaos bien de cuántas veces os ha sacado a vos con victoria de estas peleas tan reñidas con nuestro adversario, y le fuisteis agradecida por ello, y concebisteis crédito y confianza de Él que os amaba, pues tras la tempestad os habia enviado bonanza, y tras las lágrimas, gozo; y os había sido verdadero Padre y amparo. Pues ¿por qué ahora, que os quiere probar—con la tribulación presente—la confianza, y amor y paciencia, y hace como que se esconde, y que no responde a vuestros clamores, os enflaquecéis tanto, que una prueba que de presente os viene, os hace perder la confianza que en muchas habiades ganado?
Ya sabéis que lo que de presente tenemos lo sentimos más. Y si miráis al aprieto que de presente tenéis, y cómo el Señor no os saca de él, juzgaréis que e! cuidado que el Señor tenía de vos lo ha ya perdido; y diréis lo que dijeron los Apóstoles en una grave tempestad de la mar, al Señor que estaba durmiendo (Mc., 4, 38): ¿Maestro, no se te da nada de que perecemos? Y de esta manera comprenderos ha la reprensión de la Escritura, que dice (Eccli., 27, 12): El necio se muda como la luna; conviene a saber, porque ya está de una manera, ya está de otra. Y seréis como la veleta del tejado, que aun en un día tiene muchas mudanzas, porque con cada viento se muda. Tuvisteis al Señor en posesión de cuidadoso de vos, y de amparo en vuestros trabajos, porque entonces os sopló el viento de su misericordia y consolación, con que os libró, y disteis le gracias. Y porque ahora os sopla otro viento, con que el Señor os quiere probar y atribular, no tenéis el crédito ni la confianza que antes teníades. De manera que no creéis sino lo que veis; y no tenéis al Señor en otra posesión, sino según de presente lo hace con vos, sin aprovecharos de lo que muchas Veces pasadas experimentasteis, para estar confortada en el Señor en la prueba presente. Extraña incredulidad fue la de aquellos que, habiendo visto en Egipto las maravillas de Dios, y las victorias y favores que en el desierto obró Dios con ellos, no creyeron a su palabra, con que les había prometido la entrada en la tierra de promisión; por lo cual, como dice San Pablo (Hebr., 3, 19; 4, 7), no entraron allá. Y así—aunque no según igualdad, mas según semejanza—, es grande la desconfianza y pusilanimidad de aquel hombre que, habiéndolo Dios librado muchas veces de peligros pasados, no cobra fiucia (esperanza esforzada) de que no será desamparado ni confundido en el peligro presente, ni aun en los por venir; pues según hemos dicho, la esperanza que en el Señor se pone, si el hombre no le falta, no echará a nadie en falta, ni le será causa que diga: Engañado fui.
Y conviene saber, que unas veces se toma creer, por aquella obra que el entendimiento hace, afirmándose en las verdades de la fe católica con suprema certidumbre, según arriba se dijo. Y el que cree contra esta fe, se llama y es hereje e incrédulo a boca llena; y el tal error creído, tiene nombre de herejía e incredulidad. Y de esta manera este desconfiado, de quien estamos hablando, ni es incrédulo ni tiene incredulidad, pues que no tiene obligación de creer, como cosa de fe católica, que Dios le librará de este trabajo (Muy importante es para la vida espiritual distinguir cuidadosamente lo que pertenece a la fe y lo que toca a la confianza, para no confundir los términos, ni perder la fe, cuando Dios pone a prueba nuestra confianza.), como eran los del desierto obligados a creer que les diera Dios vencimiento de los enemigos que estaban en la tierra de promisión, si fueran a pelear contra ellos. Mas otras veces suelen los Santos, y el uso común del hablar, llamar creer al tener una opinión, causada de razón o conjeturas, la cual llaman credulidad; y si es vehemente, llámase fe. Y esta manera de credulidad tiene uno, que por conjeturas probables cree que está perdonado de Dios y en su gracia, y que Dios le ayudará en lo que adelante hubiere menester. Y esto que en el entendimiento; está, ayuda a la confianza o esperanza que están en la voluntad. Y por esto algunas veces se toma incredulidad por desconfianza, y credulidad o fe por confianza. Y de esta manera se puede decir que éste, que por haberle Dios librado de otros peligros, y por otros motivos, tenia razón para creer—no con certidumbre—, que Dios también le librará en este peligro, tiene incredulidad, no contra la fe católica, mas contra la que resulta de las conjeturas. Mas, porque los luteranos usan tomar unas palabras de éstas por otras [Los luteranos llaman fe a la confianza, y dijeron que sola la fe (esta es, la confiaza) justifica.], debemos los católicos hablar distintamente, llamando la fe y confianza con sus propios nombres; declarando el creer o la incredulidad de qué manera se entiende; pues lo que en un tiempo se puede seguramente decir por unas palabras, en otro se debe evitar.
Tornando, pues, al propósito, huid de la desconfianza, y de las mudanzas que la Escritura reprende, que el necio tiene como la luna. Y procurad de tener parte en la estabilidad de que alaba al justo, diciendo (Eccli., 27, 12): Como sol permanece; quiere decir, que siempre está de una manera. Aprended de unas veces cómo habéis de haberos en otras; y como la Escritura dice(Eccli., 11, 27): En el día de los bienes, no te olvides de los males; y en el día de los males, no te olvides de los bienes; para que templando lo próspero de lo uno con lo adverso de lo otro, viváis en una igualdad, que ni estéis derribada en el tiempo de la tribulación con el peso de la desconfianza y tristeza, ni tampoco desvanecida la cabeza con la demasiada alegría, en el tiempo de las consolaciones espirituales. Así se lee de aquella santa Ana, madre del profeta Samuel, que después de haber orado en el templo de Dios, no fue su rostro mudado en cosas diversas (1Reg., 1, 18); quiere decir, que guardó aquesta igualdad de corazón. Isaías (4, 6) dice: Que habia de haber una morada que diese sombra contra el calor del sol, y que diese seguridad y fuese defensa contra el torbellino y la pluvia. Y sería bien que procurásedes de vivir en esta morada, para que teniendo una fortaleza de corazón, confiado en la misericordia de Dios, os causase esta seguridad aun en los negocios y lugares en que suele haber peligro; según está profetizado del tiempo de la nueva Ley, que en los bosques habían de dormir los hombres seguros (Ezeq., 34, 25). Y aunque parece cosa extraña tener sosiego y seguridad en este destierro; mas así como en comparación de la que hay en el cielo, es muy pequeña, mas en comparación de los temores que tienen los malos, es muy grande y de mucha estima. La cual dice Job (11, 14), que tendrá quien echare de si la maldad.
Y particularmente dice San Pablo (Hebr., 6, 19), que la virtud de la esperanza es como ancora firme y segura del ánima. Porque aunque tenemos por enemigo al demonio, que con estas peleas nos quiere amedrentar y desconfiar, también tenemos un Amigo más fuerte que él y más sabio. Y si él nos aborrece, mucho más nos ama Cristo, sin comparación. Y si él no duerme, buscando cómo nos dañe, los ojos benditos, de Dios velan sobre nosotros, para ayudarnos a salvar, como sobre ovejas, por quien dio su sangre preciosa. Pues si tenemos con nos el brazo del Omnipotente, ¿qué temeremos al demonio, cuyo poder es flaqueza en comparación del divino? ¿Cómo temerá al demonio quien cree muy de verdad—si se quiere aprovechar de la fe, según arriba se dijo---que en ninguna cosa puede el demonio dañarnos sin tener licencia de Dios? ¿Pudieron, quizá, los demonios, sin tener primero esta licencia, tocar en Job (1, 12; 2, 6) o en cosa suya o ahogar los puercos de los gerasenos? (Mt, 8, 31). Pues quien no puede tocar a los puercos, ¿podrá tocar a los hijos?
Confortaos, pues, en el Señor, dice San Pablo (Ephes., 6, 10), y en la potencia de su virtud, y tomad las armas de Dios, para poder estar en pie contra las asechanzas del demonio.Y habiendo contado algunas particulares armas, añade diciendo: En todas las cosas tomando el escudo de la fe, en el cual podáis apagar todas las lanzadas encendidas con fuego. Porque como este enemigo pueda más que nosotros, debemos aprovecharnos del escudo de la fe, que es cosa sobrenatural, escudándonos con alguna cosa de nuestra fe, así como con una palabra de Dios, o con recibir los Sacramentos, o con una doctrina de la Iglesia. Y creyendo firme con el entendimiento que todo el poder es de Dios, y confortados con el capacete de la esperanza, y ofrecidos a Dios con el amor, tomando de buena gana lo que Él nos enviare, venga por donde viniere, haremos burla de nuestro enemigo, y adoraremos al Señor, que nos dio contra Él victoria, no sólo por Si, mas aun mediante el socorro de sus santos ángeles; los cuales pelean por nos, como fue enseñado al criado del gran Eliseo; el cual tenía mucho temor de un gran ejército de gente que venía a prender a su señor; al cual dijo Eliseo (4 Reg., 6, 101: No quieras temer, porque más son por nosotros que contra nosotros. Y como orase Eliseo diciendo: Abre, Señor, los ojos de este mozo porque vea, abrió Dios los ojos del mozo, y vio que estaba un monte lleno de caballería y carros en derredor de Eliseo, los cuales eran ángeles del Señor, venidos a defender al Profeta de Dios. De manera que si queremos ser del bando de Dios, tendremos de nuestra parte muchedumbres de ángeles; uno de los cuales puede más que todos los infernales poderes. Y lo que más es, tendremos al Señor de los ángeles, el cual solo, puede más que los infernales y celestiales poderes. Y por tanto, bastarnos debe tanto favor para despreciar al demonio, dejando todo vano temor, y hacernos fuertes leones contra él, en virtud de Cristo, que fue manso Cordero en entregarse por nosotros a muerte, y fue León en despojar los infiernos, y venciendo y atando los demonios, y defendiendo con su brazo a sus amadas ovejas.
Y si a alguno le parece que he sido largo en esta materia, atribuyalo al deseo que tengo de que no seáis vos una de los muchos que he visto, por miedos del demonio, dejar el servicio de Dios. Bien sé que hay otras guerras con este enemigo, más crueles que aquestas dichas. Y también sé, que en el extremo de la tribulación, cuando ya ni hay fuerza en quien padece, ni sabiduría en quien rige la nao, y cuando el león y oso infernal piensa tener tragada la oveja, viene el esforzado y piadoso David, Jesucristo, y saca la oveja libre y salva de la boca del león, despedazando a quien la llevaba (1 Reg., 17, 34). Y soy testigo de mayores tribulaciones que yo pudiera creer, si no las viera; y de la maravillosa y piadosa providencia de Dios, que no desampara en las tribulaciones a los que le buscan, aunque sea con flaquezas y faltas. Y aunque he visto haber sido muchos de los que temen a Dios, gravemente atribulados en estas peleas, ninguno he visto que haya parado en mal. Por tanto, quien en estos trances se viere, como metido en el vientre de la ballena (Jon., 2), llame desde allí a Jesucristo, y ayúdese de los buenos consejos que su confesor le da; y tengan entrambos buena esperanza en el buen Pastor, que dio su vida por sus ovejas (Jn., 10), que mortifica y vivifica, mete en los infiernos y saca (1 Reg., 2, 6). Porque ya que en un tiempo envié trabajos, en otro los quita, y con mucha ganancia del atribulado.
CAPITULO 31
Que lo primero que debemos oír es la verdad divina, mediante la fe, que es principio de toda la vida espiritual, y nos enseña cosas tan altas que exceden toda humana razón.
Todo lo que hasta aquí se os ha dicho, ha sido daros a entender a quién no habéis de oír, y daros para ello los avisos que habéis leído. Resta deciros a quién habéis dé oír, para que cumpláis la primera palabra que el Profeta dice: Oye, hija.
Y sabed que quien merece que le oigan, la verdad sola es. Mas porque hay muchas verdades que el oirlas o conocerlas hace poco a nuestro propósito, pues aquí queremos hablar de la fe católica que tenemos los cristianos, os digo que la habéis de oír y aprender de lo que habla Dios en su divina Escritura y en su Iglesia católica.
Y esta fe es el principio de la vida espiritual; y por eso, como arriba dijimos, con mucha razón somos primeramente amonestados por el Profeta de lo que primeramente nos conviene hacer, pues que dice ■ San Pablo (Rom., 10, 17) que la fe nos entra por el oído.
Esta fe es la primera reverencia con que el ánima adora a su Criador, sintiendo de Él altísimamente, como de Dios se debe sentir. Porque aunque algunas cosas de Dios se pueden por razón alcanzar, las cuales llama San Pablo (Rom., 1, 19) lo manifiesto de Dios: mas los misterios que la fe cree, no puede la razón alcanzar cómo sean. Y por eso se dice, que cree la fe lo que no ve, y adora con firmeza lo que a la razón es escondido. Lo cual se nos da a entender en que los dos serafines tenían cubierta la faz de aquel gran Señor que en el templo vio Isaías (6, 2). Y también cuando Moisés se acercó a tratar con el Señor en el monte, dice la Escritura (Ex., 24, 18), que entró en la oscuridad o niebla donde estaba el Señor. Cosa muy extraña parece de Dios poner su morada en tinieblas, pues es lucidísima Luz, en el cual ningunas tinieblas hay, como dice San Juan (1 Jn., 1, 15). Mas porque es Luz tan lucida y tan sobreluciente, que, como dice San Pablo (1Tim., 6, 16), mora en una luz que nadie puede llegar a ella, dícese morar en tinieblas; porque ningún ojo criado, de hombre o ángel, puede con su razón alcanzar sus misterios. Y por eso para el tal ojo, tinieblas se llaman la luz; no porque sea luz obscura, mas porque es luz que excede a todo entendimiento sobre toda manera. Como cuando se mueve una rueda velocísimamente, solemos decir que no se menea; y hablamos así porque nuestros ojos no pueden tener cuenta con tan veloz movimiento, no por ser falto, sino por ser muy sobrado a los ojos humanos.
Y no sólo reverencia a Dios nuestra fe, creyendo lo que no alcanza razón; mas también nos le predica ser tan alto, que aunque, por su lumbre (Su lumbre: la luz de la gloria, que Dios infunde a los bienaventurados, ángeles y hombres, para que puedan ver a Dios cara a cara.), Dios sea visto claramente en el cielo, ningún entendimiento humano ni angélico puede ver tanto de Él cuanto hay que ver en Él: ninguna voluntad, ningún gusto, aunque todos se junten a una, pueden amar ni gozar cuanto hay en Él que amar y gozar. Sólo Dios es el que se comprende; que los demás, después que le ven, aman y gozan y alaban con todas las fuerzas de su corazón, le reverencian con conocer, que en comparación de lo que Él es, y de lo que de Él se puede decir, y del servicio que se le debe, es muy poco todo lo que de Él conocen y por Él hacen. Y así, cayendo en sus faces, le adoran con un profundo silencio, confesando que Él sólo es su perfecta alabanza, a la cual ellos no pueden llegar. Y este silencio es honra muy propia de Dios, porque es confesión que se le deben tales alabanzas, que son inefables a toda criatura. Y de esta honra dice Santo Rey y Profeta David (Ps. 64, 1): A ti conviene alabanza, ¡oh Dios/, en Sión. De manera, que aunque en el cielo haya voz sin cesar de alabanza divina, diciendo: Santo, Santo, Santo, Señor Dios de las batallas, con otros admirables loores que allá le dan, mas también confiesan con el silencio que es el Señor mayor de lo que pueden entender ni decir. Porque se subió sobre el querubín y voló, voló, sobre las alas de los vientos (Ps. 17, 11); porque nadie, por mucha ciencia que tenga, le puede comprender; y todos han de decir, los que le conocieren o vieren, lo que dijeron los hijos de Israel cuando vieron el pan que del cielo venía (Ex., 16, 15): ¿Manhú? Que quiere decir: ¿Qué es esto? Admirándose, como la Reina Sabá, de un infinito abismo de lumbre; del cual, aunque ven en el cielo más que de él oyeron en la tierra, mas no pueden comprender todo lo que en Él hay. Tal es el Dios que tenemos, y tal nos lo predica la fe, cantando lo que dice Santo Rey y Profeta David (Ps. 113, 16): El cielo del cielo es para el Señor. Porque este secreto de quien Él es—de la manera ya dicha—, para Sí sólo es, pues Él sólo se comprende.
CAPITULO 32
De cuan conforme es a razón creer las cosas de nuestra fe, aunque ellas exceden toda humana razón.
Es menester que estéis advertida a que, por haber oído que nuestra fe cree cosas que aunque no sean contra razón no se pueden alcanzar por razón, no por eso penséis que el creerlas es cosa contra razón o sin razón. Porque así como está muy lejos de quien cree, entender claramente lo que cree, así es cosa ajena del creer cristiano haber liviandad en el creer; pues que tenemos para creer tales razones, que osaremos parecer y dar razón de nuestra fe delante cualquier tribunal, por muy justo que sea, como San Pedro nos amonesta, que debemos estar los cristianos aparejados a ello (1 Pedr., 3, 15). Lo cual entenderéis fácilmente con aquesta semejaza que os pongo. Si oyésedes decir que un ciego de nacimiento hubiese cobrado la vista súbitamente, o que un muerto hubiese resucitado, claro es que vuestra razón no podría alcanzar cómo esto se puede hacer, pues es sobre toda naturaleza, y la razón no puede alcanzar lo sobrenatural. Mas tantos testigos y tan abonados os podían afirmar que lo habían visto, que no sólo no fuese liviandad el creerlo, mas fuese incredulidad y dureza de corazón no creer. Porque aunque la razón no alcanza cómo un ciego pueda ver, o un muerto tornar a vivir, a lo menos alcanza que es razón de creer a tales y tantos testigos. Y si estos tales muriesen en confirmación de esto que afirman, habría más razón para lo creer. Y si hiciesen ellos otros milagros tan grandes o mayores como el otro que afirman en confirmación de él, ya gran culpa sería el no creer, aunque fuese cosa muy nueva y muy alta la que éstos decían haber acaecido. Pues así entended, que no hay cosa que la razón menos alcance, que claramente entender lo que cree la fe; ni hay cosa tan conforme a razón, como el creerlo, y es cosa de muy grande culpa el no creer.
Cierto es que por aquellos milagros verdaderos que hizo Moisés, el pueblo de Israel creyó que era mensajero de Dios y que hablaba con Dios; y recibió la Ley como cosa dada por Dios. Y también por unos pocos y falsos milagros que hizo falso profeta Mahoma fue creído de los Alárabes y gente bestial, que era mensajero de Dios, y como de tal recibieron la ley bestial que les dio [Secta de los infieles y herejes Mahometanos (Islam), según Alcorán, niega a la Santísima Trinidad, a la Divinidad de N.S. Jesucristo y es enemiga de la Santa Cruz]. Pues mirad a los milagros hechos por Jesucristo nuestro Señor, y por sus Apóstoles, y por los otros santos varones, que en confirmación de esta fe se han hecho desde entonces hasta el día de hoy; y hallaréis, que antes podréis contar las arenas del mar, que la muchedumbre de ellos, y que incomparablemente exceden a todos los que en el mundo se han hecho en calidad y en cantidad. Tres solos muertos fueron resucitados en todo el discurso de la Ley vieja, que duró dos mil años, o casi (3 Reg., 17; 4 Reg., y 13), y si miráis en la nueva San Andrés solo resucitó de una vez a cuarenta muertos. Para que así se cumpla lo que el Señor dijo (Jn., 14, 12): Quien en Mí cree, hará aún mayores obras que Yo, y se vea su grande poder, pues no sólo por sí mismo, mas por los suyos, en los cuales él obra, puede hacer todo lo que quisiere, por maravilloso que sea. Heos contado lo que un solo Apóstol de una vez hizo, para que por aquí entendáis los innumerables milagros que por aqueste Apóstol y por los otros Apóstoles y Santos en la Iglesia cristiana se han hecho.
Y aunque en el principio de la Iglesia hubo tantos y tales milagros en confirmación de la fe, que sobra la prueba; mas es tanta la gana que el Señor tiene que todos se salven y vengan en conocimiento de esta verdad (1 Tim., 2, 4), y que los que ya la conocen se consuelen, y más se confirmen en ella, que tiene su Providencia cuidado de renovar esta prueba y ser testigo de esta verdad con nuevos milagros. Y así por maravilla hay edad, en la cual algún cristiano no sea canonizado por Santo; lo cual no se hace sin suficiente prueba de vida perfecta, y de muchos milagros. De los cuales, si alguno fuere curioso y los quisiere buscar, no le faltara, aun en nuestros tiempos, que ver entre nosotros; y en las Indias Orientales (Rigorosamente contemporáneo del autor era el portentoso taumaturgo de los tiempos modernos, San Francisco Javier, S. J., apóstol de las Indias Orientales, que resucitó muchos muertos.) y Occidentales, con más abundancia.
CAPITULO 33
De cuan firmes, constantísimos y abonados testigos ha tenido nuestra fe, los cuales han puesto su vida por la verdad de ella.
Posible es que alguno ponga duda en los dichos de nuestros testigos, que dicen o escriben esta muchedumbre de milagros que ha habido en la Iglesia cristiana Católica. Porque como ellos aborrecen la fe, paréceles que si estos testigos son verdaderos, no pueden dejar de confesar que tenemos mucha más razón para creer nuestra verdad, que ellos su engaño. Mas pregunto: Si a nuestros testigos no se da crédito, y por eso no quieren recibir nuestra fe, ¿por qué la dan a los suyos, y reciben su falsa creencia? Pues que es cierto y manifiesto, si quisiesen tomar trabajo de lo mirar, que nuestros testigos exceden a los suyos en todo género y peso de autoridad. Varones ha habido en la Iglesia cristiana cuya vida ha sido tan buena manifiestamente, que da testimonio estar ellos limpios do toda codicia, y de todo apetito de honra, y de todo cuanto en el mundo se estima y florece, y llenos de toda virtud y de verdad, aun hasta morir por no las perder. ¿Qué interés puede pretender en el testimonio que da el que ninguna cosa del mundo pretende, y aun las que tiene las echa de si? ¿Qué interés le puede mover a ser falso testigo a quien da su vida con tormentos gravísimos en confirmación de su dicho? Y aunque algunos suelen, a poder de tormentos, decir lo que el juez les pide, aunque sea contra verdad, mas si los nuestros dijeran lo que el juez les pedía, no sólo no perdieran hacienda ni vida, mas aun quedaran en todo más prósperos, por lo mucho que los jueces les dieran, según se lo prometían. Mas despreciando todo esto, morían por no perder la fe o la virtud, lo cual quería el juez que perdiesen. De manera, que ninguna cosa temporal amaban, ni cosa temporal temían, por recia que fuese; y por eso ninguna tacha se les puede poner en su dicho.
Y si a alguno le pareciere que estas pruebas son suficientes para tenerlos por buenos, y que a sabiendas a nadie querían engañar, mas que por ventura se engañaban ellos y engañaban a otros sin lo entender; dicese a esto que tal gente ha habido en la Iglesia, que ha derramado la sangre por Cristo, tan llena de sabiduría manifiestamente, que no se puede con razón creer de ellos que se engañasen en cosa tan pensada, y tan afirmada aun hasta perder la vida por ella. Porque lo mucho que en estas cosas se interesa hace a los hombres mirar y remirar lo que afirman. Que no se suele poner la vida en confirmación de verdad, si de ella el tal hombre no está muy suficientemente certificado. Y cosa es notoria haber habido y haber tal sabiduría en el pueblo cristiano, que exceden a las otras generaciones, como maestros muy sabios a muy rudos discípulos. Y haber sido, no uno ni ciento, mas grandísimo número de los tales, es muy gran testimonio de la verdad de nuestra fe, en cuya confirmación perdieron la vida. Porque aunque leemos de algunos haber muerto en confirmación de su error, son sin comparación excedidos de los nuestros en número, virtud y sabiduría.
CAPITULO 34
Que la vida perfecta de los que han creído nuestra fe es grande testimonio de su verdad; y de cuánto han excedido en bondad los cristianos a todas otras gentes.
Y pues hemos hecho mención de la bondad y virtud que en mártires cristianos ha habido, no es razón que os deje aquí de decir cuan gran testimonio es de nuestra fe la vida perfecta de los que la creen. Pues que siendo Dios bueno y hacedor de todo lo bueno, toda razón dice que Dios es amigo de buenos, pues que cada uno ama a su semejable, y cada causa a su efecto. Y si amigo, hales de ayudar en sus necesidades; y la mayor de todas es la salvación de sus ánimas; y no se pueden salvar, sin conocimiento de Dios; y no lo pueden conocer de manera que se salven, si Él no se les descubre. Resta, pues ninguna cosa de éstas se puede negar, que si conocimiento de Dios hay en la tierra con que los hombres se salvan, Dios lo da a los cristianos, pues entre ellos ha habido y hay la gente de más alta vida y perfectas costumbres, que en ningún otro tiempo o generación ha habido.
Los filósofos parece que fueron la flor de naturaleza y la hermosura de ella, donde parece que echó todas sus fuerzas en lo que toca a bien vivir conforme a razón. Mas dejando de decir los feos males que San Jerónimo cuenta de los principales filósofos, y hablando de algunos que tenían al parecer más rastro de virtud que los otros, excédenles tanto los de la Iglesia cristiana, que nuestras flacas mujeres y mozas son de mayor virtud, que los que allá eran estimados por heroicos varones; pues ninguno se puede igualar a la fortaleza y alegría con que una Santa Catalina, Inés, Lucía, Águeda, con otras muchas semejables a ellas, se ofrecieron a gravísimostormentos y muerte por amor de la verdad y virtud. Y si en la fortaleza, que tan ajena parece de la flaqueza mujeril, éstas tanto exceden, así en número como en la grandeza de los tormentos y en la alegría del padecer, a los varones de allá, ¿cuánto más será el exceso en humildad, caridad y otras virtudes que no son tan extrañas a ellas? Y aunque pusimos a éstas por ejemplo, mas ya vos veis la innumerable copia de varones y mujeres que en toda manera de estado han servido al Señor con vida perfecta en la Iglesia cristiana Católica. Algunos de los cuales, siendo en el mundo muy altos, y en toda riqueza y prosperidad humana abundantes, y esperando heredar señoríos y reinos, y de presente poseyendo mucho, han despreciádolo todo, y por agradar más a Dios, eligieron vida de cruz en pobreza y trabajos, y en obediencia de Dios y de hombres. Y esto con tan grande testimonio de virtud de dentro y de fuera, que ponían admiración a quien los trataba. Gente ha habido en nuestra Iglesia, que, como dice San Pablo (Phil., 2, 15), lucen en el mundo como las lumbreras del cielo, y comparados a lo restante del mundo, les hacen ventaja sin comparación. Lo cual no podrá negar, por muy porfiado que sea, quien mirare la vida de un San Pablo, y de los otros Apóstoles y apostólicos varones que en la Iglesia ha habido. Y pues tanta bondad se ha hallado en acueste pueblo cristiano, como por las obras parece, ¿qué hay que dudar, sino que hemos de decir que o no hay conocimiento de Dios en la tierra, o que éstos lo tienen, como gente más amada de Dios, y que mejor se aprovecha del conocimiento, empleándolo en mejor agradar a quien se lo dio?
Y en ninguna manera se debe decir que la tierra esté sin este conocimiento de Dios, necesario para salvarse. Porque sería decir que las principales criaturas que debajo del cielo Dios crió, y por cuyo amor crió todas las cosas, se perdían todas, por no darles Dios medio con que se salven. Y no es Dios tal, que cierra la puerta de la salvación, ni es cosa conforme a las entrañas de su bondad y misericordia, estar sin amigos a quien acá haga grandes mercedes, y en el cielo mayores.
Esta prueba de nuestra fe, de la buena vida de los cristianos, era muy estimada y encomendada por los santos Apóstoles en el principio de la Iglesia católica. Entre los cuales dice San Pedro (1 Petr, 3, 1): Las mujeres sean sujetas a sus maridos; para que si algunos no creen a la palabra de Dios, sean ganados, sin palabra de Dios, por la buena conversación de sus mujeres, mirando vuestra santa conservación en temor de Dios. De donde parece la fuerza de la buena vida, pues era poderosa a convertir infieles, que por predicación apostólica, que con grande eficacia iría hecha, y aun con milagros, no se podían ganar. San Pablo dice que para ir de una tierra a otra no había menester que aquellos a quien había predicado le diesen cartas favorables para acreditarlo con aquellos a quien iba a predicar. Y dice a los Corintios (2 Cor., 3, 2): Vosotros sois mi carta, que es conocida y leída de todos. Y dice esto, porque las buenas costumbres que tenían, por medio de la predicación y trabajos, eran suficiente carta que declaraba quién era San Pablo y cuan provechosa su presencia. Y dice, que esta carta la saben y leen todos, porque cualquier gente, por bárbara que sea, aunque no entiende el lenguaje de la palabra, entiende el lenguaje del buen ejemplo y virtud que ve puesto por obra, y de allí vienen a estimar en mucho al que tales discípulos tiene. Y por eso dice el mismo Apóstol en otra parte (1Tim., 6, 1), que los siervos cristianos sirvan con tan buena fe a sus señores, que hermoseen en todas las cosas la doctrina de Dios nuestro Salvador. Quiere decir: Que su vida sea tal, que dé testimonio que la fe y doctrina cristiana sea tenida por verdadera.
Y cuánto vaya en acueste punto, el Señor, que todo lo sabe, nos lo enseñó muy bien, cuando orando a su Eterno Padre, dijo estas palabras, rogando por los cristianos (Jn., 17, 21):Ruego que todos sean una cosa, como Tú, Padre, en Mi, y Yo en Ti, para que ellos sean una cosa en nosotros, para que crea el mundo que Tú me enviaste. Cierto, gran verdad dice el que es suma Verdad, que si los cristianos fuésemos perfectos guardadores de la Ley que tenemos, cuyo principal mandamiento en el de la caridad, sería tanta la admiración que en el mundo causaríamos a los que nos viesen iguales a ellos en naturaleza, y muy mayores que ellos en la virtud, que como gente flaca a fuerte, y baja a alta, se nos rendirían y creerían que moraba Dios en nosotros; pues nos veían poder lo que las fuerzas de ellos no alcanzaban, y darían gloria a Dios que tales criados tenía. Y entonces se cumpliría que éramos carta de Jesucristo, en la cual todos leían sus lecciones, y que ataviábamos la doctrina, y que éramos buen olor suyo, pues por nuestra vida decían bien de Él.
Mas Tú, Señor, sabes, que aunque haya habido en tu Iglesia muy muchos, y siempre haya algunos, cuya vida resplandezca como una gran luz, a la cual podían atinar, si quisiesen los infieles, para conocer la verdad y salvarse: mas también sabes, Señor, cuan muchos hay en tu Iglesia, que comprende a buenos y a malos cristianos, que no sólo no son medio para que los ínfleles te conozcan y te honren, mas para que se enajenen de Ti y se cieguen más; y en lugar de la honra, que en oyendo el nombre cristiano te habían de dar, te blasfemen muy reciamente, pareciéndoles con su engañado juicio que no puede ser verdadero Dios ni Señor quien tiene criados que tan mal viven. Mas día tienes Tú, Señor, guardado para te quejar de esta ofensa, y decir (Rom., 2, 24): Mi nombre es blasfemado por vuestra causa, entre los infieles; y para castigar con recio castigo a quien, habiendo de coger contigo lo derramado, derrama él lo cogido (Le, 11, 23), o es impedimento para no cogerse. Y entonces darás a todos a entender claramente que Tú eres bueno, aunque tus criados sean malos; porque los males que ellos hacen, a Ti desplacen, y Tú los vedas por tus mandamientos, y reciamente castigas.
CAPITULO 35
Que la propia conciencia del que quiere seguir la virtud le da testimonio de ser nuestra fe verdadera; y cómo el amor de la mala vida es impedimento para la recibir y grande parte para la perder.
Cuanto los testigos, son más cercanos y más conocidos, tanto suele ser más creído su testimonio, si ellos traen verdad. Y por esto, ya que se os ha dicho de algunos medios que son testigos de nuestra verdad, oíd ahora de otros, no de pasado, sino de presente, y tan cercanos de vos, que estén en vuestro mismo corazón, si los queréis recibir; y que tengáis particular conocimiento de ellos, pues lo tenéis de lo que pasa en vuestro corazón. Lo cual va fundado en la palabra que el Señor dijo (Jn., 7, 17): Si alguno quisiere hacer la voluntad de mi Padre, aquel tal conocerá de mi doctrina si es de Dios. Bendito seas, Señor, que tan fiado estás de la justicia de esta tu causa, que es la verdad de tu doctrina, que dejas la sentencia de ella en manos de quienquiera que sea, amigo o enemigo, con sola esta condición, que el que quisiere ser de ella juez, quiera hacer la voluntad de Dios, que es que el hombre sea virtuoso y se salve.
Cierto es así, que si un hombre que quisiese de verdad ser bueno para con Dios, y para consigo, y para con los prójimos, y quisiese buscar la mejor doctrina que hubiese para lo ser, si a este tal le pusiesen delante todas las Leyes y doctrinas que en el mundo hay, verdaderas y falsas, a ninguna de las cuales él estuviese aficionado o apasionado, sino que mirase a la sola verdad, este tal, dejadas todas las otras, echaría mano del Evangelio y doctrina cristiana, si la entendiese, como de cosa que le puede encaminar a lo que desea, mejor que otra ninguna. Y como fuere obrando la virtud que desea, irá experimentando la eficacia de esta doctrina, y cuan a propósito es de lo que al ánima cumple, cuan medida viene para remediar sus necesidades, y en cuan breve tiempo y con qué claridad le ayuda a ser virtuoso. De arte, que viniendo este hombre por la misma experiencia de la virtud de esta doctrina, confesará, como dice el Señor, que es doctrina venida de Dios; y dirá lo que dijeron unos que oyeron predicar a Jesucristo nuestro Señor (Jn., 7, 46): Nunca tan bien ha hablado hombre en el mundo. Y si los que no conocen a Cristo por fe oyesen aquella admirable y caritativa voz, que el mismo Señor dijo con grande clamor (Jn., 7, 38): Si alguno ha sed, venga a Mí y beba; y si quisiesen venir a probar la hartura y experiencia de acuesta doctrina con deseos de ser virtuosos, cierto no quedarían en su ceguedad e infidelidad.
Mas como son amigos de mundo, y no de verdadera y perfecta virtud, ni buscan con cuidado la certidumbre de la verdad y conocimiento de Dios, quédanse sin oírla y sin recibirla. Y aunque la oyesen, no la recibirían algunos, por ser contraria a las cosas que ellos desean. Que por esto dijo el Señor a los fariseos las palabras que ya otra vez hemos dicho (Jn., 5, 44): ¿Cómo podéis vosotros creer, pues que buscáis honra unos de otros, y no buscáis la honra que de sólo Dios viene? Y no sin gran peso dijo San Pablo (1 Tim., 6, 10), que algunos habían perdido la fe, siguiendo la avaricia. No porque se pierda luego la fe, pecando un hombre en cualquier pecado que sea, si no fuere herejía, mas porque un corazón aficionado a cosas del mundo, y desaficionado de la virtud, como halle en la doctrina cristiana verdades contrarias a los malos deseos de su corazón, y que condena con tan graves penas lo que él desea hacer, busca poco a poco otras doctrinas que no le den mal sabor, ni le ladren contra los malos deseos y obras. Y así el corazón mal aficionado suele ser causa para cegar el entendimiento, y acabar con él a que deje esta fe que ladra contra la maldad, y siga y crea otras doctrinas con que él esté descansado, y con que viva como desea. Y pues la voluntad mala es medio para que, quien tiene la fe, algunas veces la pierda, también lo será para no la recibir el que no la tiene. Porque los unos y los otros tienen fastidio de la perfecta virtud, sin alegar otra causa, sino porque es desabrida o muy buena; y así también tienen fastidio de la verdad de la fe, por ser tan contraria a la maldad que ellos aman.
CAPITULO 36
Que la admirable mudanza de los corazones de los pecadores, y los favores grandes que el Señor hace a los que, siguiéndolo con perfecta virtud, le llaman en sus necesidades, es grande testimonio de la verdad de nuestra fe.
¡ Cuan mejor librados son los que, con deseo de servir a Dios, han elegido acuesta verdad! Aunque todos los que le sirven gocen, si atentos quisieren estar, de muchos testimonios que la fe tiene en su corazón, mas principalmente gozan de acuesto los que le sirven con aprovechada virtud; muchos de los cuales se vieron primero en estado muy miserable, hechos esclavos de la maldad, y tan aficionados a ella, que parecía estar su corazón transformado en ella, y con tanta determinación a obrar, que por lanzas, como dicen, se metieran por cometerla. Mas estos miserables cautivos, y tan flacos para se libertar de un tirano tan fuerte, unas veces por oír un sermón (Por oír un sermón de San Juan de Ávila se convirtió a la santidad San Juan de Dios, enGranada; y por otro, San Francisco de Borja) otras por se confesar (Por una confesión que hizo con el mismo San Juan de Ávila se convirtió doña Sancha Carrillo, a quien va dirigido este libro) otras por sola la inspiración de Dios, y otras por otros medios que en la Iglesia católica hay, sintieron dentro de sí una poderosísima mano, que cautivando a quien los tenía cautivos, sacó a ellos del cautiverio de la maldad en que estaban, y les mudó el corazón tan verdaderamente mudado, que muchas veces, en menos tiempo que un mes y que una semana, se han visto más aborrecedores de la maldad, que eran primero amadores de ella, diciendo, de corazón (Ps., 118, 163): Aborrecido he la maldad, y abominádola he, y he amado a tu ley; y tan de verdad, que están determinados de no cometer un pecado por vida ni muerte, ni tierra ni cielo, ni por cosa criada, como dice San Pablo (Rom., 8, 38). ¿Quién hizo acuesta tan maravillosa y tan buena mudanza en tan breve tiempo? ¿Quién sacó agua de peña tan dura? ¿Quién resucitó a, muerto tan miserable, dándole vida tan excelente? No otro, cierto, sino la mano de Dios creído y amado, como en la Iglesia cristiana Católica se cree y se ama; y por medios que la doctrina cristiana tiene y enseña.
Y si este trato así comenzado pasa adelante, como en muchos pasa, que dejadas todas las cosas se emplearon en vacar a su Dios, que les quebrantó sus cadenas (Ps., 115, 16), y comenzaron a caminar por el desierto de la vida espiritual, y estrecho camino que lleva a la vida(Mt., 7, 14), aunque muchas veces se vieron en grandes aprietos y en tempestades tan bravas que, como dice David (Ps., 106, 27), hacen perder el tino y tragan la sabiduría de los que navegan; mas llamando a su Jesús, que es guía de su camino, y otras veces con recibir el socorro de los Sacramentos, y otras veces con oír o leer palabras de Dios, o con otros medios que en la Iglesia hay, se hallaron tan maravillosamente favorecidos en la tribulación, que viendo la bonanza del mar de su corazón tan súbita, dicen lo que los Apóstoles (Mt., 8, 27): ¿Quién es Acueste, a quien los vientos y mar obedecen? Verdaderamente es el Santo Hijo de Dios.
San Bernardo cuenta lo que él muchas veces había probado, que Jesús, invocado en verdad, es remedio y medicina contra todas las enfermedades del ánima. Y lo que este Santo dijo, experimentó y probó, acaeció a otros muchos primeros y postreros que él; entre los cuales San Jerónimo es un testigo digno de toda fe; el cual, como arriba dijimos, cuenta de sí que viéndose en tribulación de su carne, sin hallar remedio en cosa hecha, ni saber ya más qué hacer, lo halló en echarse a los pies de Jesucristo, llamándole con devota oración; y recibió tal bonanza de la tempestad, que le parecía estar entre coros de ángeles. Porque este favor que Dios suele dar, no sólo es cesar la tribulación que el hombre tenía, lo cual suele algunas veces acaecer por divertir el pensamiento a otra parte o por otras causas semejantes a ésta, mas es un favor que Dios da, con que les pone disposición del todo contraria a lo que primero sentían. La cual mudanza y perfecta liberación, y tan súbita, no está en manos del hombre, según lo entenderá quien lo quisiere probar. De fuera viene, de Dios viene, y por medios cristianos viene, y experiencia es de lo que San Pablo dijo (1 Cor., 1, 24): Que Jesucristo crucificado, para los llamados de Dios, es fortaleza de Dios y sabiduría de Dios; porque llamándolo en el día de la tribulación, da luz y fortaleza, para que vencidos los impedimentos, puedan los tales proseguir su camino, cantando en él, como dice David (Ps., 137, 6): Grande es la gloria del Señor. Y sintiendo en sí mismo lo que dice el mismo Profeta (Ps., 55, 10): En cualquier día que yo te llamare, he conocido que Tú eres mi Dios.Porque el remediarlos presto y poderosamente, les es un gran testimonio y motivo que Dios es verdadero Dios, y que tiene de ellos cuidado.
Y no contamos las celestiales visiones y revelaciones que aquéllas por milagros se pueden contar; sino cosas más comunes y de las cuales hay más testimonio.
CAPITULO 37
De los muchos y grandes bienes que Dios obra en el hombre que sigue la perfecta virtud, la cual es grande prueba de ser verdad nuestra fe, pues ella nos enseñó los medios para alcanzar aquellos bienes.
No sólo gozan los que este camino de la perfecta virtud siguen con diligencia, de ser librados por Cristo en los peligros que se les ofrecen, mas también de alcanzar y poseer tales bienes en su ánima, que se les diga con mucha verdad (Lc., 17, 21): El reino de Dios dentro de vosotros está; el cual, como dice San Pablo (Rom., 14, 17), consiste en tener dentro de síjusticia, y paz, y gozo en el Espíritu Santo. Y así están estos tales tan aficionados y amadores de lo justo y bueno, que si las leyes de la virtud se perdiesen de los libros, las hallarían escritas en los corazones de ellos; no porque las sepan de memoria, mas porque el amor determinado de su corazón es aquello mismo que la Ley dice de fuera, por estar ya su voluntad tan transformada en el amor del bien, y obrarlo con tanta presteza y deleite; y seguir lo que su corazón quiere, es seguir la virtud y huir de los vicios, hechos una viva Ley y medida de las obras humanas, según atinaba Aristóteles. Y de aquí les nace una paz y un gozo tan cumplido, cuanto nadie puede entender, sino quien lo prueba, pues que dice Isaías (48, 18), que la paz de estos tales es como río, y como golfos de mar. Y San Pablo dice (Phil., 4, 7) que esta paz de Dios sobrepuja a todo sentido. Y San Pedro (1 Pet., 1, 8) dice que esta alegría no se puede contar. Maná escondido es(Apoc., 2, 17), que se da a quien varonilmente se vence, y no lo sabe sino quien lo recibe.
¿Pues de dónde diremos que viene esta tan acabada virtud y descanso, que es arra y principio de la eterna felicidad? No, cierto, de parte del demonio. Porque aunque algunas veces, según hemos dicho, el demonio ha aconsejado a algunas personas hacer algún particular bien, para con aquellos consejos acreditarse para después engañar; mas hacer un hombre perfectamente bueno y cumplidor de la Ley natural —la cual no puede negarse ser buena, pues Dios es Autor de naturaleza—; esta tal obra, ni la hace el demonio ni la puede hacer, pues no puede dar la bondad que no tiene. Ni tampoco es obra de sólo el hombre; pues tener virtud, cuánto más perfecta virtud, con que a Dios sirva perfectamente, dádiva es del Padre de las lumbres, del cual desciende todo perfecto don (Jac., 1, 17). Y el mismo hombre experimenta una y muchas veces verse librado de males de que no podía salir, y favorecido en bienes que él no podía alcanzar. Y pues esta perfecta virtud, ni es del demonio ni del espíritu humano, resta que sea infundida de Dios, invocado y servido como la fe de la Iglesia lo enseña, y que por los medios de la fe experimenta el hombre venirle acuesta virtud, en testimonio que es verdadera; porque de la mentira no pudieran venir conocimientos tan provechosos para la perfecta virtud, y para invocar a Dios que les favoreciese.
De esta prueba usa San Pablo hablando con los Gálatas (3, 2) diciendo: Solamente quiero que me digáis: El Espíritu Santo que recibisteis, ¿fue por medio de las obras de la Ley, o por medio de la fe? Como si dijese: Pues predicándoos yo la fe, y no la Ley vieja, y creyendo vosotros y disponiéndoos a ello con la voluntad, recibisteis al Espíritu Santo, ¿por qué ahora os tornáis a la vieja Ley, pues habéis experimentado que sin ella, y por medio de la fe y de la penitencia, recibiendo el bautismo, alcanzasteis el Espíritu Santo, y su gracia y mercedes? Y así a nuestro propósito, la perfecta virtud que se alcanza por usar bien de la fe y de los otros medios que ella nos enseña, es testimonio que ella es verdadera, pues para tan buena cosa fue medio, y nos enseñó medios. Y así estos tales, tan ricos con los bienes que de Jesucristo les vienen, están tan arrimados a Él y tan ricos con Él, que, cierto, no tienen gana de esperar el Mesías que los Judíos esperan, ni gozar del paraíso que el falso profeta Mahoma promete. Porque como desprecian los deleites bestiales de carne que el falso profeta Mahoma en su paraíso promete, y los otros bienes perecederos de tierra que los judíos con su Mesías esperan, partirán mano de buena gana de lo uno y de lo otro, aunque les rueguen con ello. Y acuérdanse que estaba profetizado que en el tiempo del Mesías habían de conocer que el Señor era Dios cuando quebrantase las cadenas delyugo de los hombros (Esech., 34, 27), y que había de dar Dios corazón nuevo (Ibid., 36, 26), y había de escribir su Ley en las entrañas de los que la recibiesen (Jer., 31, 33). Y como tienen conjeturas muy grandes que ellos tienen parte en aquestos bienes, esles testimonio que Cristo es venido. Y así por estos y otros efectos, que no se pueden contar, que tienen dentro de sí, están llenos de gozo y de paz, y asegurados con Jesucristo, que si les dijeren que está otro Cristo en el desierto o en los umbrales de casa (Mt., 24, 26), ni a lejos ni a cerca no le irán a buscar; porque como el verdadero [Cristo] no sea más de uno, y en el que ellos creen hallan las condiciones del verdadero, con la misma fe que aceptan a uno reprueban los otros.
Y no os digo esto para que penséis que los cristianos eren por estos motivos y experiencias que sienten dentro de sí; que no creen sino por la fe que Dios les infunde, como después se dirá. Mas heos dicho esto para que entendáis los muchos motivos que tenemos para creer, porque de esta materia hablamos ; y uno de ellos es estas experiencias que los perfectos en su ánima sienten; las cuales, pues son de cosa que pasa en el corazón, no las habéis de buscar en los libros ni vidas ajenas, mas en vuestra propia conciencia, esforzándoos a la perfecta virtud, para que, según os dije al principio, tengáis testigos cercanos a vos, y conocidos de vos, por estar dentro de vos, y cumpláis lo que la Escritura dice (Prov., 5, 15): Bebe el agua de tu cisterna. Y veréis tales maravillas dentro de vos, que se os quite la gana de buscar otras fuera de vos.
CAPITULO 38
Que si se pondera la virtud y grandeza de la obra del creer, hallaremos grande testimonio que testifique ser mucha razón que el entendimiento del hombre sirva a Dios con recibir su fe.
Quien tuviese luz para conocer, y peso para pesar la misma obra de este creer, no tendría necesidad de buscar otros testigos para la recibir; mas en ella misma hallaría hermosura para la amar y razón para la recibir.
Porque ¿quién hay que no entienda, que es cosa muy justa que la criatura sirva a su Criador con todas sus fuerzas y con todas sus cosas? Y también todos saben, que aunque con todas le debemos este servicio, mas principalmente, pues que Dios es espíritu, el principal servicio que le hemos de hacer es con nuestro espíritu, por la semejanza que tiene con Dios. Y pues en nuestro espíritu hay razón y voluntad, y no se puede negar que el hombre debe servicio a Dios con la voluntad, tampoco se puede negar el servicio del entendimiento; pues que no es razón que el hombre sirva a Dios con las cosas menores que tiene en si mismo, y no le sirva con lo principal que hay en él, que es su entendimiento y voluntad. Ni es razón, que pues el servicio que la voluntad hace a Dios es obedecerle, se quede el entendimiento sin obedecer a Dios. Y así como la obediencia de la voluntad consiste en negarse a sí mismo por hacer la voluntad de Dios, así el servicio que el entendimiento le ha de hacer es negarse a sí mismo por creer al parecer de Dios. Porque si el servicio del entendimiento fuese pensar algo o consentir algo de lo que él mismo alcanza por su razón, o no tendría este nombre de servicio, o es servicio muy bajo, pues no hay obediencia en él. Y si la hubiese, sería de la voluntad, a la cual mandaba Dios que mandase a su entendimiento pensar en esto o aquello. Mas para que el servicio y obediencia del entendimiento sea suyo propio de él, conviene que consienta en cosa que él por sí mismo no entendía; y entonces verdaderamente se abaja y se niega, y obedece y cautiva, y hace reverencia al sumo Dios, y cumple lo que dice San Pablo (2 Cor., 10, 3): que hemos de cautivar el entendimiento en servicio de la fe. Lo cual en otra parte llama obediencia de fe (Rom., 1, 5).
Y pues la bondad de Dios pide que le demos amor, y su liberalidad pide que esperemosmás de Él, también pide su Verdad que la creamos, pues no hay menor razón en lo uno que en lo otro. Y así como la obediencia que damos a Dios en el amor presupone que neguemos el nuestro, y el arrimo que penemos en Él ha de ser desarrimándonos de nosotros, así la obediencia que le hemos de dar a su Verdad es, quitando nuestro parecer, creer el suyo con mayor firmeza que si nosotros lo entendiéramos. Porque de otra manera, ¿qué habría que agradecer a uno que cree lo que otro dice, no porque el otro lo dice, sino porque él mismo lo entiende? Mas creyendo sin entender, hace obra loable, y que trae consigo dificultad, como quien fía sin prendas, y anda sin báculo, y ama por Dios a su malhechor. Y por eso, si por Dios se hace, será verdadera virtud, digna que a Dios se ofrezca, y que sea galardonada por Él.
Y pues la voluntad del hombre es dedicada a Dios y santificada, negándose a sí, no se debe quedar el entendimiento como profano, con creerse a sí mismo, sin obediencia de Dios, pues ha de ser en el cielo bienaventurado con verle allá claramente. Porque, como dice San Agustín, «el galardón de la fe es ver»; por lo cual ninguna razón consiente que el entendimiento deje de servir en la tierra; y su propio servicio es creer.
CAPITULO 39
En que se responde a la objeción que pueden poner contra nuestra fe, diciendo que enseña Dios cosas muy altas.
Podrá alguno decir, movido por estas razones o por otras, que es cosa justa que crea el hombre lo que no entiende, porque Dios lo dice. Mas que, pudiéndose esto cumplir con creer otras cosas, no hay por qué se crean las que los cristianos creemos.
Mas decidme, ¡ oh hombres ciegos!, ¿ qué tacha halláis en lo que los cristianos creemos? Y si no sabéis decir lo que sentís, yo os lo diré. Parecen os tan altas las cosas altas que de la alteza de Dios creemos, que por altas no las creéis. Y parecen os tan bajas las cosas bajas que de la humildad de Dios creemos, que por eso no las tenéis por dignas de Dios, ni las creéis.
Porque, decidme, en el misterio altísimo de la Santísima Trinidad, ¿qué otra cosa os ofende, sino ser tan incomprensible, que reverberados vuestros ojos intelectuales con el abismo de aquella infinita Luz y alteza de tal misterio, cerráis los ojos, y con decir: ¿cómo puede ser esto?, dejáis de creer, siendo cosa conforme a toda razón que sintamos del Altísimo altísimamente, y que le atribuyamos el más alto Ser y mejor Ser que nuestro entendimiento pudiere alcanzar? Y cuando hubiéremos alcanzado de Él cosas muy altas, hemos de creer que aun hay en Él cosas mayores, y que del todo exceden a nuestro entender. Esto es honrar a Dios y tenerle por Dios y por grande. Porque si nuestro entendimiento pudiera entender toda el alteza de Dios, fuera chico Dios; y por eso no fuera Dios, pues no lo puede ser si no fuera infinito, y lo infinito, incomprensible es de la cosa finita.
Y pues es mejor que en Dios haya comunicación suma—pues a la suma Bondad conviene suma comunicación—, y si ésta ha de haber, ha de ser comunicando su misma y total esencia, y así habrá en Dios suma fecundidad, como a Dios conviene, y no esterilidad, que es cosa muy ajenade Él, según dice por Isaías (66, 9): Yo que doy fuerza a los otros para engendrar, ¿por ventura quedaréme estéril?
Y aunque, con criar ángeles y hombres y el universo, se comunica Dios haciendo mercedes, mas ni ésta es fecundidad ni comunicación de bien infinito —porque no les da Él su esencia, sino dales el ser y virtud que ellos tienen—, ni dejara Dios de ser Dios solitario, por muchas criaturas que le acompañaran, pues de ellas a Él hay distancia infinita; así como tampoco dejará de ser Adán solitario, por muchas bestias y otras criaturas que en el mundo había, aunque las tuviera muy cercanas a sí. Y porque el hombre no estuviese solo, le dio Dios compañera que tuviese semejanza e igualdad con él. Y así no es Dios solitario, pues en la unidad de la esencia hay tres Personas divinas: ni es estéril ni avariento, pues hay comunicación de deidad infinita.
Y porque vosotros no entendáis cómo es acuesto, no debéis dejar de creerlo, pues que por ser tan alto, tiene rastro y olor de ser cosa de Dios. Y por ser mejor ser esto así, que no no ser así, por eso es cosa que conviene que la tenga Dios, y que así lo creamos nosotros, pues de Diosdebemos sentir conforme a Dios, que es cuanto más alto pudiéremos.
CAPITULO 40
En que se responde a los que ponen por objeción para no recibir nuestra fe, que enseña de Dios cosas muy humildes o bajas; y cómo en estas cosas humildes que de Dios enseña está altísima gloria.
Ni tampoco hay razón para tropezar en la humildad que tomó el altísimo Dios, abajándose a ser hombre y vivir en pobreza y morir en cruz; porque estas obras, no sólo no son indignas de Dios, mas son mucho dignas, si son entendidas.
Porque si el abajarse fuera a más no poder, o si por abajarse perdiera su alteza que primero tenía, o si le moviera algún propio interés, hubiera alguna sospecha de la tal obra. Mas ni dejó de ser quien era por tomar lo que no era, ni vino forzado del cielo a la tierra, ni le movió propio provecho, pues no puede Dios crecer en riquezas; mas movióle su sola bondad y amor de los hombres, y quererlos remediar por el modo que más glorioso fuese a Él, y más provechoso para nosotros.
Y tal es el modo que tomó haciéndose hombre y muriendo en la cruz. Porque no hay mayor señal de amor, que morir un hombre por sus amigos. Y aun el Señor murió por sus enemigos, por hacerlos amigos. El cual amor tan excelente no nació de que ellos lo mereciesen, mas de su excelente bondad. Y así su bajeza y muerte no arguyen en él falta de poder o saber; pues, por ser omnipotente y todo sabio, nos pudiera remediar por otros muchos modos sin éste; mas arguye en Él grandísimo exceso de bondad y de amor; y tanto mayor, cuanto Dios, que ama y padece, es mayor; y lo que padece, más grave y penoso; y aquellos por quien padece, más indignos y bajos. Y pues en amar, y a tales, se manifiesta su excelente bondad, alteza grande se debe decir esta obra, pues en lo espiritual todo es uno, bueno y alto; y mientras más bueno, más alto y más grande. Y pues que la mayor honra que podemos dar a uno es tenerlo por bueno, más que por fuerte o por sabio, pues ninguno hay que honra desee, que así no la quiera; claro es que,pues estas obras manifiestan su bondad y amor más que todas las otras, éstas le dan más honra y mejor que todas las otras. Y si parecía a los ignorantes que el abajarse Dios quitaba honra a su alteza, debe parecer a los sabios, que se le acrecienta la honra de su bondad, y por consiguiente de su alteza y grandeza; y así ni la pierde de uno ni otro.
Y no sólo resplandece en estas obras su bondad más que en las otras, mas también la sabiduría y poder, y otras maravillas grandísimas. Porque entre todas las obras que en tiempo Dios ha hecho y hará, otra no la hay igual y maravillosa, ni tan gran milagro como hacerse Dios hombre, y después padecer por los hombres. Y quien esto no cree, la mayor honra le quita a Dios—cuanto es de su parte—-que le puede quitar, aunque le quitase toda la que tiene por todas las otras obras que en tiempo ha hecho, o ha de hacer. Mirad bien en ello, y veréis cómo resplandece la omnipotencia de Dios y su sabiduría, en juntar dos tan distantes extremos, como son Dios y hombre, en unidad de persona. Y mirad cómo se declara más su poder en pelear y vencer a nuestros pecados y muerte con armas de nuestra flaqueza, que si venciera con las propias de su omnipotencia, como arriba se dijo (Cap. 22) hablando contra la desesperación. Y mirad cómo cuando se estaba Dios en su alteza tenía un pueblo pequeño que le conociese, y casi cada día se le iba a adorar dioses ajenos; y aun el tiempo que esto no hacia servía a su Dios con grandesflaquezas. Mas abajándose Dios a ser hombre y morir, hizo tanta impresión en los hombres, que los altos se abajaron, y los flacos se hicieron fuertes, y los malos buenos; y finalmente, hubo tanta mudanza en el mundo, así en quitar la idolatría, como en la renovación de costumbres, que se vioclaramente el cumplimiento de aquella palabra que dijo el mismo Señor (Jn., 12, 32): Si Yo fuere alzado de la tierra, puesto en cruz, todo lo traeré a Mí mismo. Y así parece que alcanzó victoria de corazones humanos con la bajeza, flaqueza y tormentos y muerte, la cual no alcanzó estándose en la alteza de su Majestad. Y así se cumplió lo que dijo San Pablo (1 Cor., 1, 25): Que lo flaco de Dios, es más fuerte que los hombres. Y así parece claro, que no sólo gana Dios honra de bueno, mas de sabio y poderoso en tomar nuestra bajeza, y con ella obrar lo que en su alteza no obró.
Por lo cual dice San Pablo (Rom., 1, 16): Que no se avergüenza de predicar el Evangelio, pues es virtud de Dios para salvar a los hombres. Porque aunque se cuenten de Dios: humanidad, hambre y deshonras, tormentos y muerte; mas no hay por qué de esto se avergüénce el cristiano, pues por medio de acuestas cosas obró Dios vencimiento de cosas tan fuertes como eran muerte y pecado, e hizo que el hombre alcanzase la gracia de Dios y su reino, que son las mayores cosas que al hombre podían venir; con lo cuál gana Dios más honra, que en haber criado los cielos y tierra y cuanto hay en ella. Y por esto se llama esta obra por excelenciaobra de Dios, como el Señor dijo (Jn., 4, 34): Este es mi manjar, hacer la voluntad de mi Padre en acabar Yo su obra, que es la redención de los hombres. No porque Dios no haya hecho otras obras, mas porque la encarnación, y redención, que de ella se sigue, es la mayor obra de todas, y de la cual Él más se precia, como de cosa que más honra le da. Porque aunque de azotar a Egipto, por amor de su pueblo, y de sacarlo y guiarlo por el desierto ganase Dios honra, como dice Isaías (63, 12), mas ya vos veis cuál es mayor hazaña de amor, azotar Dios a los enemigos por amor de su pueblo, o dejarse Dios en su carne azotar por amor de los suyos y de los extraños, de amigos y de enemigos. Una cosa es llevar Dios a los suyos por el desierto, a semejanza de águila que enseña a volar a sus hijos, y los toma en sus hombros (Deut., 32, 11), cuando se cansan, para que ellos descansen, no cansándose Dios; y otra cosa es llevar encima los hombros una pesada cruz, que se los desollaba, y todos los pecados del mundo, que como una pesada viga de lagar(Isai., 63, 2) le apretaron, hasta quitarle la vida en la cruz, porque los hombres descansen. ¿Quién hay que esto no vea ser excelentísima hazaña de amor y amor nunca visto, que le da a Dios mayor honra que lo pasado? Porque aquello, cosa es común, y poco amor basta para lo hacer; mas esto es cosa de pocos, y a duras penas se hallará en la tierra quien sufra ser azotado públicamente o morir por algún bueno y amigo, y si esto se hallase, no se puede comparar con lo que el Señor amó y sufrió, porque no tiene igual. Ni es mucho de maravillar que un león obre como león; mas que padezca como cordero, y siendo la causa el amor, eso es maravillosa hazaña, y digna de honra perpetua. Y pues en tiempo pasado dijeron (Ex., 15, 1): Cantemos al Señor, porque gloriosamente ha sido engrandecido, digamos nosotros con profundo agradecimiento:Cantemos al Señor, que humildemente ha sido engrandecido; pues entonces, ni se abajaba Dios, ni trabajaba en el descanso que daba, ni se empobrecía aunque daba riquezas; mas acá empobrecióse, sudó y abajóse hasta la muerte, y muerte de cruz (Phil., 2, 8), por levantar del pecado a los suyos y llevarlos al cielo; y salió con ello, y cumplióse, lo que dijo Isaías (55, 13): Que por el pequeño sauce crecerá la haya; y por la ortiga crecerá el arrayán; y será el Señor nombrado en eterna señal, la cual nunca será quitada. Porque la honra que Dios ganó de ponerse en señal---que es la cruz—, y en ella morir, y hacer de los malos buenos, durará para siempre, sin ser parte nadie para lo estorbar,